Un espacio para la re-flexión y re-construccion del rol masculino.

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PRESENTACION INSTITUCIONAL

LO ULTIMO EN PEI


domingo, 27 de enero de 2008

EL TRIUNFO DE LA MASCULINIDAD


EL TRIUNFO
DE LA MASCULINIDAD
Margarita Pisano
«Es natural que el corazón se alegre cuando ha rechazado la agresión
venciendo a sus enemigos. De ahora en adelante, queridas amigas, tendréis
motivos de alegría al contemplar la perfección de esta Ciudad Nueva, que
si la cuidáis, será para todas vosotras, mujeres de calidad, no sólo un
refugio sino un baluarte para defenderos de los ataques de vuestros
enemigos.»
Cristina de Pizán
La ciudad de las damas (1405)
ÍNDICE
Dedicatoria .. 9
Introducción . ........................................ 13
PRIMERA PARTE
EL TRIUNFO DE LA MASCULINIDAD
El triunfo de la masculinidad . .................. 19
La consanguinidad ............ 31
Obligar a la vida: ejercicio de la mentira .... 37
La utopía de fin y principio de siglo es el gol43
SEGUNDA PARTE
CRISIS DEL PENSAMIENTO FEMINISTA CONTEMPORÁNEO
Una larga lucha de pequeños avances,
es una larga lucha de fracasos . ................. 51
Las nostalgias de la esclava .... ................. 59
La demarcación: cómo señalar nuestros límites71
Desde la otra esquina 89
Un gesto de movilidad, articular un avance 99
TERCERA PARTE
LESBIANISMO
Incidencias lé sbicas o el amor al propio reflejo 115
Lesbianismo: un lugar de frontera ............ 137
CUARTA PARTE
OTRO PENSAR
Otro imaginario, otra lógica 145
DEDICATORIA
El conocimiento y los saberes acumulados por las mujeres tienen, en gran medida,
su origen en e xperiencias y procesos que no necesariamente están sistematizados en
los términos de la Academia. Sin embargo, ésta recupera, resimboliza y usa esos
conocimientos, sin dar cuenta de sus orígenes, lavándolos de sus propuestas más
políticas. Resulta necesario, entonces, que las mujeres comencemos a visibilizar
nuestra capacidad de creación y de pensamiento, legitimando el proceso que nos ha
llevado a formular y reformular un pensamiento extra sistémico, de la misma manera
como hemos visibilizado nuestros sufr imientos.
Si bien es evidente que algunas de estas reflexiones están inspiradas en textos que
podrían ser citados, ellas son, al mismo tiempo, producto de síntesis que han sido
hechas a través de los años, de experiencias concretas que nacen de mi activismo
político-feminista.
Las reflexiones de este libro provienen de diferentes espacios y personas, algunas
citables, pero otras –tan importantes o a veces más– no se encuentran en las
bibliotecas.
Si de referencias y citas se trata, en términos académicos –nombre, página, año,
edición de la publicación en referencia –, ¿cómo decir que María Tramolao, mujer
mapuche, me enseñó acerca de la vejez? ¿Cómo citar a cientos de mujeres que en los
talleres Revisando Nuestros Procesos* me enseñaron el peso de la obligatoriedad del
amor? Y dentro de la propia biografía, ¿cómo reconocer qué fue más importante: el
libro leído o esas largas conversaciones con mis amigas feministas, sobre nuestros
trabajos, nuestras políticas y estrategias de sobrevivencia, nuestras maneras de ver
la vida y diseñar las propias? ¿Cómo saber si el trabajo de arquitecta por más de
veinticinco años –diseñando, construyendo, atrapando el espacio, trabajando la luz y
el color, buscando las proporciones, interviniendo vidas y ciudades– es más
importante que una publicación o lo que ella implica? ¿Cómo citar que en las
conferencias de Vimala Thakar, entendí el sentido de la indagación, que no es el
mismo que la investigación, y que me abrió a espacios de libertad?, ¿cómo citar las
danzas sufí con Jack Sun, que durante años me dieron pistas sobre mi propia
existencia?, ¿cómo citar a mi terapeuta, que me ayudó a aclararme? o ¿cómo citar a
otro que me confundió y me cerró caminos?, o la pintura de Roser Bru o el sentido de
una amistad inteligente de Lea Kle iner, o el ojo fotográfico de Paz Errázuriz. ¿Cómo
citar a Patricia Kolesnicov, Olga Viglieca, Ximena Bedregal y nuestras discusiones
políticas en medio de la cordillera, casi al fondo de la tierra?, ¿cómo citar el bosque
que me mostró Lise Moller?, ¿cómo explicar que las rebeldías en la poesía de Malú
Urriola y Nadia Prado, me reconcilian con el mundo? Y todo esto concretado en el
Movimiento Feminista Rebelde (MFR).
Mi elección de no citar las fuentes «accesibles» tiene como objetivo no dar pistas
equivocadas sobre mi trabajo, para quienes quieran profundizar en él. Es necesario
buscar otras maneras de incluir estos mundos y modos no citables de construir
conocimientos, para que no pierdan su capacidad transformadora. Me temo que al
citar se reduce la capac idad de aventura y de creación que tiene este vivir la vida
atentamente, sin embargo, creo también que toda mujer debe conocer la historia de
las mujeres, pues toda mujer es un producto de esta historia de siglos, de las rebeldes,
de las feministas, de esa genealogía de mujeres que se atrevieron a pensar.
A todas ellas, dedico este libro.
Y a mis acompañantes de lagos y mares: Camila, Victoria, José, Benjamín y
Vicente.
INTRODUCCIÓN
La idea del mito de inferioridad
El mito es un supuesto cultural fabricado, cuyo contenido no corresponde
efectivamente a lo sucedido a lo largo de la historia, sino más bien a una relectura de
la historia desde un supuesto inicio mágico-divino de la humanidad, desde donde se
urden los modos culturales contenidos en esta civilización.
Es difícil hacer un análisis de cómo o cuándo perdimos la batalla las mujeres,
cómo fuimos sometidas, cuándo fuimos narradas y colocadas en el ámbito cultural de
estas lecturas míticas donde está instalada la idea de la superiorid ad masculina en
contrapartida a nuestra inferioridad. Transitamos en el tiempo, en el olvido sadoma -
soquista que sostiene la sumisión de amar y admirar a quienes nos someten.
El olvido radica en que esta cultura enajenada no asume la movilidad del cambio ,
ni la posibilidad de una modificación profunda, pues el sistema se modifica tan sólo
para perfeccionarse. Es en este proceso donde su esencialidad, afina y refina su
cultura de muerte.
El mito de la superioridad masculina blanca, es el que origina y deposita la idea de
inferioridad de las mujeres, idea que transita por los tiempos y las diferentes culturas
y razas.
Esta constitución de espacios de lo femenino y lo masculino, tan profundamente
arraigado, es el que circula en el perfecto carruaje del mito y que hace posible
traspasar la idea de inferioridad en el tiempo y en la conciencia de las mujeres.
Los varones no cuestionan dicha operación del dominio con que nos han sometido
desde el comienzo de la historia, del mismo modo que las mujeres cuando traspasan
ciertos espacios de libertad, olvidan que esta mitología con que se ha ido
construyendo nuestra intrahistoria, forma parte constituyente de nuestra cultura
contemporánea, y que, por muchas fundaciones de derechos humanos o de paz
ciudadana que se implementen, es y seguirá siendo una cultura fraccionada,
enajenante y dominante.
Lévi-Strauss sostiene que el mito se modifica a través de la historia,
produciéndose ciertas variantes, pero desde una mirada feminista podríamos
asegurar que los mitos no cambian en su profundidad, lo que hace la cultura en
realidad es posicionarlos de una manera contemporánea, para instalar y reinstalar a
su vez, sus propios poderes y estructuras en el inconsciente colectivo.
Una cultura que siembra la desconfianza sobre sí misma, así como en el ser
humano, logra constituir una sociedad agresiva y en constante defensa. Ésta es la
dinámica del dominio en la que hemos vivido las mujeres desde los inicios de la
sociedad patriarcal.
Este libro revela una mirada crítica y sin concesiones a los problemas que
atraviesa el feminismo y los movimientos culturales, así como también devela los
traumas y secuelas de una sociedad que deslegitima a más de la mitad de la
humanidad: las mujeres.
PRIMERA PARTE
EL TRIUNFO DE LA MASCULINIDAD
EL TRIUNFO DE LA MASCULINIDAD
Tendríamos que empezar a hacer
las preguntas que han sido
definidas como no preguntas.
Adrienne Rich1
La vieja y reconocida estructura patriarcal ha ido mutando, ha ido
desestructurando y desmontando sus responsabilidades, reconstruyendo un poderío
mucho más cómodo, fortale ciendo y anudando sus espacios de poder, desdibujando
sus límites y posibilitando s u ejecución para quienes lo controlan. Desde ahí negocia
lo inne gociable, tolera lo intolerable y borra lo imborra ble en un discurso incluyente
y demagógico.
Cada vez vemos con mayor nitidez que lo que se ama, lo que se respeta y legitima
en el mundo, es al hombre, borrando toda aspereza y arista para que este amor se
realice, pues la masculinidad estructuró, atrapó y legitimó para sí el valor
fundamental que nos constituye como humanos y humanas: la capacidad de pensar.
En esta distribución las mujeres quedaron instaladas en lo infrahumano de la
intuición versus el pensamiento masculino, por esto, cada vez que una mujer se
apropia de aquellas dimensiones, provoca un rechazo desde lo profundo del sentido
común instalado en nuestra sociedad y que hace tan difícil la permanencia en la
autonomía.
Hoy, podemos vislumbrar un triunfo más tangible de la masculinidad, como una
supraideología mucho más abarcadora que cualquier otra creencia o ideología
concebida antes por el patriarcado. Esta supra ideologización de la masculinidad ha
cruzado siempre los sistemas culturales, ha impuesto las políticas, las creencias, ha
demarcado las estructuras sociales, raciales y sexuales.
La visión masculinista de lo que es la vida se va extendiendo y entendiendo
esencialmente como la única y universal visión, como la única macrocultura
existente, posible e inmejorable.
Lo que el patriarcado trajo como esencia desde su lógica de dominación – la
conquista, la lucha, el sometimiento por la fuerza –, hoy se ha modernizado en una
masculinidad neoli beral y globalizada que controla, vigila y sanciona igual que
siempre. Pero esta vez a través de un discurso retorcido, menos desentrañable y en
aparente diálogo con la sociedad en su conjunto, donde va recuperando, funciona -
lizando, fraccionando, absorbiendo e invisibilizando a sus oponentes y que trae
consigo una misoginia más profunda, escondida y devas tadora que la del viejo
sistema patriarcal.
Dentro de esta lógica ma sculinista fragmentaria se ha entendido el espacio de la
feminidad y el espacio de la masculinidad como dos lugares independientes que se
relacionan asimétricamente y que, por tanto, están en fricción. Esta lectura ha hecho
que la mayor parte de los avances conseguidos por las mujeres hayan sido absorbidos,
sin provocar para nada una nueva propuesta civilizatoria cultural.
La lectura simplista de dos espacios diferenciados entre género masculino y
género femenino nos ha conducido a formulaciones erróneas de nuestra condición de
mujeres y de nuestras rebeldías, pues estos supuestos dos espacios simbólicos no son
dos, sino uno: el de la masculinidad que contiene en sí el espacio de la feminidad.
La feminidad no es un espacio autónomo con posibilidades de igualdad, de
autogestión o de independencia, es una construcción simbólica y valórica diseñada
por la masculinidad y contenida en ella como parte integrante. Por supuesto que esta
lectura traerá distintos grados de resistencias, pues, tendremos que abandona r parte
del cuerpo teórico producido por el feminismo que se basa precisamente en esta idea
y que nos da las falsas pistas de que la igualdad en la diferencia está al alcance de la
mano, que con unas cuantas modificaciones de costumbres y algunas leyes,
lograremos que toda esta tremenda historia de explotación y desigualdades quede
saldada.
Esta remirada política nos desafía a abandonar el nicho cómodo de la feminidad,
que ha sido uno de los conceptos más manipulados por la masculinidad y por
nosotras mismas. Al abandonar la feminidad como construcción simbólica, como
concepto de valores, como modos de comportamientos y costumbres, abandonamos
también el modelo al que hemos servido tan fielmente y que tenemos instalado en
nuestras memorias corporales, hasta tal punto que creemos que ésa es nuestra
identidad y que, al mismo tiempo, hemos confrontado como signo de rebeldía ante la
masculinidad. No olvidemos que esta construcción de la feminidad ha sido la que nos
instala en el espacio intocable, inamovible y pr ivado de la maternidad masculinista.
Al plantear el abandono de la feminidad y de la exaltación de sus valores, estoy
planteando el abandono de un modelo que está impregnado de esencialismo y que
conlleva el desafío de asumirnos como sujetos políticos, pe nsantes y actuantes.
No niego que en estos últimos tiempos hemos tenido acceso a ciertos espacios de
poder y de creatividad, pero aún no hemos logrado cambiar un ápice la cultura de la
masculinidad, por el contrario, nuestro acceso ha vuelto a legitimarla y a remozarla,
permaneciendo inalterable su estructura. Nunca hasta ahora, habían existido en
proporción tantas mujeres explotadas y pobres, ni tantos pobres en el mundo, ni
tanta violencia hacia la mujer.
La legitimidad que la masculinidad se otorga a sí misma, no se la otorgará jamás
a las mujeres como entes autónomos. Por ello nuestro proyecto político civilizatorio
no puede seguir generándose desde el espacio masculino de la feminidad. La lectura
impuesta de la existencia de dos géneros que dialogan, negocian o generan una
estructura social, ha sido parte importante de las estrategias de la masculinidad para
mantener la sumisión, la obediencia, la docilidad de las mujeres y su forma de
relacionarse entre ellas y con el mundo.
Nuestra historia de mujeres es una reiteración sucesiva de derrotas, por mucho
que queramos leer como ganancia los supuestos logros o avances de las mujeres en
los espacios de poder, ellos siguen marcados, gestua lizados y controlados como
siempre por los varones. No olvide mos que ya en el siglo XV Cristina de Pizán
afirmaba que: «sólo saliéndose del orden simbólico de los hombres y buscando un
discurso cuya fuente de sentido estuviera en otra parte, sería posible rebatir y
alejarse del pensamiento misógino bajome dieval» 2 . Estas mujeres han sostenido a
través de siglos nuestras mismas luchas, con prácticamente los mismos discursos,
pensando que avanzábamos a un cambio de nuestra situación. Por esta historia y los
costos que ha tenido para tantas mujeres, deberíamos encontrar las claves de
nuestras derrotas, en lugar de caer en análisis triunfalistas.
Cuando hablo de derrotas, me refiero a que no hemos conseguido acercarnos a un
diálogo horizontal, el diálogo desde lo femenino como parte subordinada de una
estructura fija, no puede entablar un diálogo fuera de la masculinidad, ya que vive
dentro de ella, es su medio, su límite, allí se acomoda una y otra vez, por tanto, no
puede crearse independientemente como referente de sí misma. No lograremos
desmontar la cultura masculinista, sin desmontar la feminidad.
La construcción y localización que han hecho de nosotras como género no es
neutra, la masculinidad necesita colaboradoras, mujeres/femeninas, funcionales a su
cultura, sujetos secundarizados que focalicen su energía y creatividad en función de
la masculinidad y sus ideas.
Las mujeres que se salen de esta estructura simbólica masculinista atentan contra
la estructura general del sistema y su existencia. Por esto la persecución histórica y
virulenta hacia ellas, que traspasa los límites de lo público invadiendo sus vidas
privadas, tiene características que no ha tenido jamás la persecución a los varones,
porque entre ellos existe la legitimidad del poder y su jerarquización.
Los lugares históricos que abre la masculinidad a la feminidad no son inocentes,
para el sistema es funcionalmente necesario que las mujeres ocupen los lugares que
los hombres ya no necesitan, los lugares simbólicamente sucios, me refiero a lugares
signados como los ejércitos, la policía, la mano de obra barata para industrias y
laboratorios contaminantes. El sistema las hace permanecer en dichos espacios –y
esto es lo importante– fijas en el estereotipo agudo del diseño de la feminidad.
Las pensadoras y académicas que podrían tener una visión más clara de la
necesidad de un cambio cultural profundo, se funcionalizan a los últimos
pensamientos y teorías generadas por la masculinidad (desde Aristóteles hasta
Baudrillard) y no se dan cuenta que la masculinidad las traviste, que están
sirviéndole desde la ilusión de la igualdad y/o de una cierta diferencia igualitaria .
La masculinidad como macrosistema sigue siendo el que genera, produce y define
lo que es conocimiento válido y lo que no, aunque permita la participación de las
mujeres en ello. Sigue siendo la estructura patriarcal la que legitima o deslegitima a
las mujeres que le colaboran, tanto en la ciencia, la literatura, la filosofía, la
economía, como en los demás campos. Las mujeres que ocupan estos espacios y/o
pequeñas élites no alcanzan a leer su propia funcionalidad, a pesar de que la
incomodidad de estar en estos espacios masculinos persista, pero es tanto el costo de
salirse de este útero masculino que prefieren no hacerlo, ni pensarlo, manteniendo
espacios intocables, sagrados, libres de cualquier interrogación; la maternidad, su
maternidad, el amor romántico, su amor, la familia y su forma de relacionarse como
si el pensamiento fuera neutro, ejecutan la operación de sumarse a las ideas de los
varones, es donde se traiciona el pensamiento político y cultural producido por las
mujeres, donde pierde su capacidad transformadora y se fija en la permanencia del
sistema.
La estructura de la esclavitud con que funcionamos se ha hecho cada vez más
profunda, más oculta, más travestida y más sutil. La nostalgia de las mujeres a la
protección del varón está demasiado presente y se traduce en las marcas corporales
de la sexualidad de dominación. Sospechoso y nada inocente es que nos toque
siempre andar un paso atrás de los avances de la cultura masculina. Sospechoso es
que se comience a reflexionar acerca del fin de la historia, justo cuando las mujeres
empezamos a recuperar nuestra historia, cuando recién comenzamos a ejercer como
sujetos políticos pensantes. Sospechoso es que aparezca el posmodernismo a reciclar
lo ya hecho y pensado por la masculinidad, armando una modernidad/masculinidad
disfrazada que no es sino un constante retorno, una modernización pragmática,
relativa, que habla de la muerte de las ideologías, cuando las ideologías que han
fracasado son las de los hombres. Ninguna ideología elaborada por grupos de
mujeres ha fracasado aún, sencillamente no hemos gozado más que del poder de las
agitadoras , que nunca se ha transformado en un poder real, de prueba de otro sistema
cultural.
Si seguimos el hilo de nuestra historia, podemos ver que desde el proceso
agitador del pensamiento de las mujeres hasta ahora, hemos constituido varios
movimientos pensantes y actuantes3. Esta historia ha corrido siempre al margen de la
oficial, por ello me parece dudoso que a las puertas del siglo XXI, la masculinidad
pretenda darla por terminada, lo que significaría que no estuvimos ni al inicio ni al
final. No dejo de sospechar de las políticas de igualdad, o de diferencia tan
esgrimidas hoy, dentro de un pragmatismo transable y eclipsante de nuestras luchas
y de nuestros aportes.
Debemos tener mucho cuidado de los análisis triunfalistas de avance, de los
lugares conquistados, del espejismo de retirada de la vieja estructura patriarcal. El
concepto de patriarca puede estar sujeto a discusión, a remode lación, sin embargo, lo
que no se ha cuestionado es la cultura de la masculinidad, que se sigue leyendo como
la única macrocultura posible, la única creada por la humanidad, he allí su triunfo.
La reflexión desde un espacio político/cultural no feminizado como lugar de
referencia es fundamental, por aquí y sólo por aquí pasa la liberación de las mujeres
y los cambios urgentes que necesitamos como humanidad. Profundizando crítica y
políticamente el espacio secundarizado que nos ha asignado la historia, podremos
empezar a plantearnos la posibilidad de ejercer nuevos modos de relación y nuevas
estrategias feministas , más rebeldes, menos recuperables.
El pensamiento de algunas teóricas feministas está adquiriendo esta dimensión de
autonomía. La crítica que ha venido desarrollando este pensamiento, está generando
la posibilidad de ejercitar otras propuestas civilizatorias. Avanzamos, hacia la
posibilidad de entablar un diálogo horizontal con la masculinidad desde un lugar
creado externamente a ella, liberándonos de los nostálgicos deseos de permanecer en
una cultura que, por más que la queramos leer como nuestra, nos sigue siendo ajena.
LA CONSANGUINIDAD
Estamos insertos en una macrocultura que se constituye por varios sistemas y
subsistemas de valores entrelazados. De acuerdo con estos órdenes se estructuran las
relaciones entre seres humanos y los diferentes entendimientos de la vida y la
muerte.
Una de las características de los sistemas es que se institucionalizan a través de
una estructura piramidal que está marcada por el dominio, valorizando y
sobreponiendo un sistema a otro, afectándolo y traspasándolo por una idea funda -
mentalista de que la existencia es así, cuando en realidad es un diseño cultural. Nos
movemos dentro de un gran eje sistémico de religiones, Estados, naciones, macro y
micro poderes donde se establece la réplica del sistema en menor escala: la familia,
que dentro de esta jerarquía de poderes corresponde al microsistema por excelencia
y al lugar de adiestramiento fundamental, protegido y marcado como el espacio
esencial de los valores, siendo legitimado a través de la consanguinidad.
La reproducción no es leída como un acto de lo humano, sino como un
acontecimiento sobrehumano: el milagro de la vida. Las religiones pasan a ser el
referente ideológico de la explicación sobrehumana de lo humano. La familia se
arma en este contexto mítico- mágico y dentro de ella se estructura la ba se del
dominio: los padres –especialmente la madre– pasan a ser más que responsables del
cuidado de los hijos, guardianes y reproductores del sistema.
La familia es el lugar de origen, la gran referencia bipolar, lineal, de lucha y
conflicto permanente des de donde leemos e interpretamos la realidad.
En este espacio de relación consanguínea el cuerpo se transforma en un lugar
político fundamental, donde se construyen y materializan los valores. Es un lugar
que nos informa y elabora conocimientos, que registra lógicas diferenciadas entre
hombres y mujeres. Las mujeres poseemos un cuerpo cíclico, que nos aproxima a la
ciclicidad de la vida, a diferencia del cuerpo masculino, cuyo devenir es más
unidireccional y está marcado por el nacer y el morir. La experie ncia biológica de la
maternidad, la ejerzamos o no, existe en nuestros cuerpos como potencialidad
concreta de la continuidad de la vida.
Los cuerpos culturales provienen de una experiencia histórica especialmente
diferenciada. Mientras uno proviene de una experiencia de poder y omnipotencia,
con una historia escrita y relatada, el otro proviene de una historia de siglos de
sumisión, maltrato y mar ginación. La toma y uso del cuerpo de la mujer por otro
cuerpo antagónico está signado por espacios definidos : el del sometimiento por
placer (la pareja, lo amoroso, la heterosexualidad), el del uso de la reproducción (la
maternidad) y, por último, el del poder (a través de la explotación y apropiación del
trabajo de las mujeres).
En este juego cultural, el espac io familiar es básico para asegurar el sometimiento
de las mujeres y preservar el modelo de una sociedad neutra y mentirosa, donde la
idea de hombre representa a la humanidad entera, es aquí donde se asienta el orden
simbólico de la masculinidad. Este cons tructo es dinámico y ha sido resistido por las
mujeres, por ello los hombres han reinstalado su poder constantemente. La
resistencia no ha dejado de existir y ha generado una fricción que le ha servido a la
masculinidad para rearmar su genealogía y defende r su poder.
En el orden de la familia el hombre es el actuante, el sujeto histórico. La mujer es
la sin tiempo y sin historia, aquella que no cuenta con la posibilidad del ejercicio de
lo humano: pensar y crear. El hombre es un creyente de sí mismo y de su cultura. Las
mujeres son creyentes de la familia, es decir, de la cultura de los hombres. La mujer,
en tanto gran educadora, forma y transmite las herramientas del sistema, educa a los
que más tarde serán sus opresores genéricos. Es precisamente este gesto civili za torio
el que juega políticamente contra las mujeres, haciéndolas responsables de la
transmisión de una cultura que no han generado.
La madre sistémica es la que enseña a las hijas la obediencia como actitud
legítima, desle gitimando la rebeld ía, aunque ambiguamente la comparta. Las
sanciones que ejecuta la madre sistémica tienen connotaciones distintas para cada
sexo, a los hombres los castiga cuando no cumplen su rol positivo de dominación.
La obsesión del varón por construir cultura y sociedad como preocupación
constante de ubicación y utilización del poder, la adquiere a través del linaje del
padre, en los ritos de iniciación4 . Las mujeres están desprovistas de este linaje y se
les confiere sólo circunstancialmente cuando la figura del varón sucesor está ausente,
es decir, a viudas o hijas de los grandes hombres, siempre que esté dominada su
rebeldía de género.
Desde el núcleo familiar se puede replicar el concepto a todo lo demás: la familia
militar, religiosa, negra, la gran familia nacional. Todos los sistemas tienden a leerse
desde esta supuesta consanguinidad que viene a imple mentar y a sostener la
identidad común, estructuras de poder, sistemas concretos donde los lazos
consanguíneos son intransables y construyen a su vez otros lugares inamovibles e
innegociables.
Esta idea de consanguinidad, que hace a -cultural a las expresiones homo- lésbicas,
es la misma que produce en estos espacios de márgenes culturales la añoranza de la
familia como lugar de pertenencia, a pesar de ser la ejecutora del castigo.
La idea de consanguinidad establece como hecho constitutivo la marca
inamovible de la sangre, aunque no garantiza los lazos entre las personas, ni el
entendimiento entre los/as individuos/as. Lo que produce tal entendimiento
corresponde más bien a lazos electivos de un orden valórico compartido. Se puede
afirmar que la consanguinidad funciona como un eje ideológico que responde a un
sistema de valores construido, donde la sangre se establece como concepto de
igualdad y de diferenciación, a l mismo tiempo que constituyen un gesto esencialista
y pervertido. Es aquí donde los conceptos de igualdad y libertad son perturbados con
lealtades que apelan a la consanguinidad y no a la reflexión.
De esta manera, las mujeres hemos gozado de una igualda d en el sentido más
desigual de la historia, incluso hoy este sueño de igualdad tiene como referente el
modelo masculino, es decir, las mismas aspiraciones y sueños de empoderamiento.
El concepto de consanguinidad reemplaza el vínculo del pensamiento y la palabra,
por un hecho biológico que sobrepone a la capacidad de entendimiento de los
humanos una condición biológica mítica. Por esto tiene tanto sentido la sangre en su
relación con la vida, pues a través de la sangre se transmite el poder, tanto de la
familia como de sus réplicas en mayor escala –reinos, Estados, clases, castas, razas,
etcétera–, que estra tifican y friccionan a la sociedad diferenciándola negativamente
y constituyendo cortes/conflictos, montados sobre la desconfianza. Conceptos que
se enarbolan fundamentalmente para instalar la legitimidad de la explotación sobre
los más desposeídos. En este punto las mujeres somos un lugar de control, para que
esta sociedad estratificada pueda hacer funcionar la maquinaria sádica de la
masculinidad.
OBLIGAR A LA VIDA:
EJERCICIO DE LA MENTIRA
Aborto: ¿una palabra sanguinaria, homicida?
El aborto se representa como una traición a la vida, pero más que nada, la traición
de la madre – la menos perdonable de todas–, la que teniendo el mandato divino y
cultural de parir, niega la potencialidad del nacimiento de un sujeto . Estas lecturas
simplistas y demagógicas sobre el aborto, legitiman las exigencias de vida de una
cultura de la muerte, llena de transgresiones básicas a la vida ya habida, gestora de
guerras, hambrunas, cárceles de menores, orfelinatos infrahumanos, persecutora de
razas enteras. Una cultura que no resuelve los problemas de la humanidad, que no ha
logrado conseguir la paz, ni la igualdad social y que, además de construir estas
desigualdades, se otorga el derecho de sancionarnos y despojarnos de la
responsabilidad sobre nuestros cuerpos, arrebatándonos toda la potencialidad de lo
que constituye a un ser humano: la libertad.
No es un acto inocente que cada cierto tiempo se vuelva a atacar el aborto más
inquisitiva mente, mostrando las contradicciones de un sistema enfermo, más
conservador en sus propuestas y más libertino en las sombras de la ilegalidad. El
sistema construye artif icialmente sus propia s contradicciones, para no tener que
resolver los problemas más mínimos y fundamentales como el derecho a comer y a
una vida humana.
Esta misma cultura que sanciona el aborto, es la que dedica millones de dólares
para clonar seres humanos sin pecado concebido. Ya no es una metáfora la
posibilidad de crear humanos sin necesidad de sexo, pues el sexo – y eso lo sabe el
sistema de sobra–, es uno de los principales espacios donde se construyen los
poderes, por ello busca con tanto afán el control de la vida y de l cuerpo.
Pobre de nosotras, mujeres, el día que nos obliguen a abortar, cuando los
controladores descubran que el planeta está sobrepoblado, como ya sucede en
algunas partes del mundo. Entonces, toda nuestra lucha por el derecho a nuestro
cuerpo y al diseño de nuestras vidas será otra vez ordenado, controlado por el mismo
sistema en orden inverso.
Cuando el sistema necesita remozar y mantener su ideología, abre los debates que
le convienen, para poder reinstalarse, modificar y profundizar el sentido común ya
instaurado, para que no se le escape nadie. Por lo tanto, si abre públicamente el tema
del aborto, como cualquier otro tema atentatorio a sus conceptos normativos
–homosexualidad, lesbianismo, sexo no reproduc tor, eutanasia, etcétera–, lo hace
sólo pa ra reinstalar el repudio y el concepto de asesinato . Para ello cuenta con la
resonancia ideológica en el imaginario colectivo y con el miedo al poder y su moral
castigadora.
En este debate somos nosotras las que tenemos que instalar un nuevo sentido
común. Tarea infructuosa, porque el sistema nos da y quita la palabra cuando quiere.
El único hablante posible es el sistema, que cuenta con su propio tiempo.
La posibilidad de gestar es un problema de libertad, es nuestro cuerpo y no el de
los hombres el que se embaraza, es nuestro cuerpo el que da de mamar, radica en
nuestra conciencia corporal y finalmente somos nosotras las responsables de esa
vida gestada. Por ello, es muy sospechoso que aparezcan campañas de paternidad
responsable o de derechos reproductivos como un problema individual, moral y no
social y político.
Cada vez que se demanda la responsabilidad social y cultural sobre la natalidad
con dignidad de vida, de respeto a los seres humanos, el sistema vuelve a ubicar el
tema del aborto como un concepto de producción privada, no social. Por lo tanto,
debemos revisar y adecuar nuestro pensamiento. En la cultura vigente, el aborto ya
está sancionado como asesinato , ya está inscrito como un acto sanguinario y
cualquier posibilidad de discusión será manipulada para reponer la idea de crimen y
de pecado. El sistema no va a modificar esta concepción, no va a transar este punto,
porque es el nudo político y religioso donde constituye el concepto de feminidad y de
maternidad. La simbología esencialista del amor y la culpa con que nos han
manejado, es uno de los puntos donde la masculinidad construye el dominio sobre la
mitad de la humanidad, es parte de su esencia, esa es su ganancia, ahí radica el
poder sobre las mujeres y si es consecuente consigo mismo, no puede darnos
consentimientos, ni permisos, salvo, por supuesto, que nos quite la maternidad,
dirección que ha tomado la ingeniería genética.
Obligar a la vida es un acto omnipotente, avasallador y autoritario, da cuenta de
las fallas de una sociedad frágil en sus valores y sus creencias. En una estructura
social, política y económica que está concretamente diseñada para unos pocos, la
propuesta de respeto a los seres humanos es intrínsecamente falsa. Estamos
permeados del ejerc icio de la mentira, por ello, sancionar el aborto y mantenerlo en
la ilegalidad es fundamental para que la maquinaria masculinista siga funcionando,
así como sanciona el suicidio, la eutanasia y todo derecho a decidir sobre nuestro
propio cuerpo y vida.
Existe un goce con el dolor del otro, con la prolongación de dicho dolor, pues el
dolor no piensa, se conduele de sí mismo. Ésta es una sociedad construida en un
sistema antiquísimo de vigilancia y prohibiciones, que entiende la vida como un
tránsito doloros o, culposo, ajeno, como si el diseño de nuestras vidas le perteneciera
a un otro, a una entelequia no identificable. Cada vez estamos más prisioneros del
sentido común instalado y controlador, que filtra y permea hasta lo más íntimo y
sagrado de nuestras vidas, por esto la libertad cada día es más lejana y se le teme
tanto.
LA UTOPÍA DE FIN Y PRINCIPIO
DE SIGLO ES EL GOL
Esto de que las mujeres hayan comenzado a bajar a las canchas de fútbol, al ring
de boxeo, al ejército –espacios demarcados, conformados y gestualizados por la
masculinidad– merece una reflexión, pues cuando se rigidiza el espacio político y la
desesperanza de la masa es total, aparecen estos circos romanos. Por supuesto que
las mujeres sienten atracción por los espacios que nunca han ocupado, y en los que
siempre han sido espectadoras, no han tenido la experiencia de estar en un equipo
vistiendo una misma camiseta, reconociéndose a sí mismas y a otras como capaces.
Sin embargo, esta experiencia sólo sirve a los hombres para corroborar el discurso
moderno de la igualdad. Estas conquistas travestidas, validan la cultura de los
varones, subsumiendo a las mujeres aún más en ella. Como ejercicio de tránsito por
los escenarios masculinos no está mal, el peligro radica en imitar la cultura masculinista
y sus valores como campo de entrenamiento del dominio, pues los deportes
nacen y se perpetúan a través del entrenamiento simbólico de la guerra: someter al
otro, derrotar al otro.
En el último campeonato mundial de Fútbol, ¿qué es lo que se nos transmitió?
Siendo Francia la cuna de la revolución, la libertad y depositaria de la cultura
centroeuropea, aparecen en la ceremonia inaugural cuatro gigantes varones que
invaden París para converger en el centro de la ciudad como representantes de las
razas y culturas de los cuatro continentes: el indio de América, el negro de África, el
rubio sajón de Europa y el oriental de Asia. Estos cuatro gigantes simbolizan a las
cuatro razas del mundo, como si las razas fueran cuatro y solamente de hombres,
reduciendo los matices de cada continente y velando nuevamente los matices entre
hombres y mujeres. La presencia de la mujer en este espectáculo fue simbólicamente
evidente, aparecieron en una esquina, desde abajo, a tamaño natural y crecieron
hasta las rodillas de los gigantes. Simbología que no es neutra, pues el mundo se lee
corporalizado como un varón gigante y omnipotente al que no podemos llegarle sino
hasta las rodillas. Una vez finalizado este breve homenaje que nos hicieron como
género, las mujeres desaparecieron en un agujero en la tierra, para ocupar el sitial de
la invisibilidad.
Estos gigantes simbólicos no son casuales, ni tampoco es casual que los hombres
se lean como «los grandes representantes del mundo». Es tanta la omnipotencia de la
masculinidad, que no perciben realmente dónde se gestan los problemas del mundo,
problemas que sus propias lógicas y dinámicas crean y, que por lo tanto, no
resolverán nunca.
Asimismo, opera el aparataje de admiración y exaltación a lo s jugadores que el
fútbol destaca; el amor que se tienen a sí mismos, con expresiones sexuales de besos
y abrazos en las canchas, unos tirados encima de otros en el césped. Los discursos de
los comentaristas exaltan enamoradamente las condiciones físicas de estos ídolos, al
tiempo que las hordas afiebradas que los siguen –fanatizadas de racismo, clasismo,
nacio nalismo–, se focalizan ahora hacia una camiseta, cuyos rostros pintados se
convierten en banderas.
El deporte ha logrado reunir a más creyentes que ninguna ideología, aglomera a
los desplazados del mundo y les repone la ilusión de la gloria. Nunca han existido
expresiones más fanáticas, más masivas, más homogéneas y más funcionales a los
intereses económicos que con el auge del deporte. Ya no hay gente en las calles
reclamando injusticias sociales o los abismos que hoy atraviesa nuestra sociedad.
Las calles quedan desiertas cuando los estadios están llenos.
El deporte además ha repuesto y legitimado la vieja idea y la práctica de la venta
de los seres humanos. La gran paradoja que se da dentro de este juego es el acceso al
bienestar desmedido de unos pocos, que la masa aplaude histéricamente. Hoy día es
más importante un astro deportivo que un ser humano común, siendo
exorbitantemente mejor pagado y más valorizado por la sociedad. El signo del dinero
está marcando lo que pasa.
La masa futbolera, amando a sus semidioses deportivos, borra a los individuos,
borra sus capacidades individuales, anula la visión crítica: el fanático no piensa, no
cuestiona, está sometido a la creencia y a la adoración, remozando y recreando la
idea del superhombre.
Tener campeones es importante para un país, a través de ellos exalta su
nacionalismo, repone la identidad de unión y de superioridad frente a otros pueblos
y, correlativamente, minimiza las diferencias sociales y de proyecto político.
Discurso siniestro que enaltece la juventud, al mismo tiempo que la repudia. No se
puede negar que el sistema le teme a los jóvenes, pues siempre ha odiado lo que no
entiende, lo dis tinto. Usa el fútbol para vigilarlos y los estadios para castigarlos. Los
jóvenes, a su vez, en la furia exaltada del triunfo prestado o en la derrota demoledora,
le pasan la cuenta de todas sus decepciones y carencias, rompiendo afuera, lo que
llevan rot o por dentro.
Todo este juego de inventar juegos responde a políticas de un mundo que no les da
trabajo, conocimientos, ni oportunidades. Por ello, a través de las barras, el sistema
los institu cio naliza, los sitúa, los recupera, los encandila con el fanatismo. Es
historia conocida, son los circos conocidos.
Estamos en el auge del triunfo de una cultura masculinista, racista, clasista,
sexista, fóbica de la juventud y de la vejez no triunfantes. Y en este juego de hombres,
las mujeres somos apenas comparsas, aunque algunas accedan a la cancha. El viejo
tópico de que el deporte hace una mente y un cuerpo sanos, es una más de las grandes
mentiras de este siglo, no se puede negar la deformación anaeróbica de los músculos
y el cuerpo usado como máquina de competencia, desarrollado como producto de la
industria, al servicio de los grandes capitales y no de la humanidad.
La utopía del nuevo siglo ya no es la búsqueda de la igualdad social o el rechazo
colectivo a las transgresiones a los individuos, a los pueblos perseguidos o el
exterminio, a la hambruna, a las limpiezas étnicas, a los esencia lismos. Todas estas
aberraciones son silenciadas con el grito de gol, ¿será el gol la utopía del nuevo
siglo?
SEGUNDA PARTE
CRISIS DEL PENSAMIENTO
FEMINISTA CONTEMPORÁNEO
UNA LARGA LUCHA DE PEQUEÑOS AVANCES,
ES UNA LARGA LUCHA DE FRACASOS
Después del Encuentro Feminista realizado en Cartagena, Chile, en 1996, pensé
que las feministas teníamos el desafío de profundizar en nuestras estrategias de
sobrevivencia, hacer coherentes nuestros discursos tanto en sus análisis críticos,
como en sus prácticas políticas, para instalar un diálogo entre las diferentes
corrientes feministas y de este modo ir construyendo una historia visible, esa
genealogía que nos falta para existir como propuesta cultural. Antes, durante y
después del Encuentro de República Dominicana (1999), esta etapa de reflexiones
parece vacía, creo que, al darnos cuenta de nuestras profundas diferencias políticas,
una cierta perplejidad nos paraliza, aunque la política sobre mujeres desde el
discurso institucionalizado se haya seguido haciendo a nombre de todas. Las
políticas dirigidas hacia las mujeres se sustentan en los mismos fundamentos de
siempre, dentro del espacio ralo, ajeno, sórdido, guerrero y más que adverso de la
misoginia. Estas políticas no han movido un ápice la cultura masculinista, al
contrario, gran parte del feminismo se sigue entendiendo como parte de la
masculinidad, jugando el juego del poder desde una falsa y ajena legitimidad. Desde
este lugar se leen sus triunfos.
Uno de nuestros principales desafíos sigue siendo desmenuzar la construcción del
espacio simbólico de la masculinidad/feminidad como un solo espacio: el de la
masculinidad que contiene en sí mismo el espacio de la feminidad.
La feminidad no es un espacio aparte con posibilidades de igualdad o de
autogestión, es una construcción simbólica, valórica, diseñada por la masculinidad y
contenida en ella, carente de la potencialidad de constituirse desde sí misma. Por ello
es tan profunda la sumisión de las mujeres, las que logran salirse de la feminidad, si
no tienen una consistencia teórica, vuelven irremediablemente a los órdenes
establecidos.
Me temo que el análisis de género no logra ver la envergadura de nuestra sumisión
y en estas condiciones el retorno constante al redil parece inevitable, incluso para las
feministas, pues además de asomarse al vacío de la no-pertenencia a la masculinidad
como sistema, se añade la falta de una historia política y cultural de mujeres donde
apoyarnos.
Cabría preguntarse, ¿qué es lo que nos pasa que nuestras luchas fracasan
constantemente? Estas vueltas al redil tienen subterfugios para camuflarse y
hacernos creer que se está en la actuancia feminista y que hemos logrado grandes
avances. Sin embargo, el desgastante ir y venir por los pequeños poderes de la
masculinidad deteriora los pactos entre mujeres o bien, dichos pactos van
amputándose en este tránsito.
Hemos repetido las mismas luchas por siglos y una cierta omnipotencia nos hace
creer que nuestros pequeños avances se traducen en grandes cambios. Es cierto que
en algunos momentos las mujeres se han instalado en los lugares de poder de la
masculinidad como la política, la cultura, la economía, la academia, etcétera, pero
siempre socializadas, focalizadas y entrenadas hacia el espacio romántico-amoroso,
al servicio de los intereses de la masculinidad y en su misma ley de dominio. El
discurso amoroso reconstruye constantemente el espacio de la feminidad,
configurándose en una de las anclas que nos hace retornar.
La efectividad del espacio amoroso marcado y simbolizado, no se ha modificado
en lo más mínimo, al contrario, sus tópicos están totalmente vigentes. Tal vez se
haya n modificado algunos modos o estilos de relación dentro del discurso, pero en lo
profundo no se ha modificado en nada. Es necesario revisar este punto, pues los
deseos están marcados por la cultura y es imposible resimbolizarlos mientras no se
ponga en cuestión el poder y sus dinámicas de dominio. De esta manera, las
producciones culturales, en su mayoría, apelan al drama, al dolor y a las soledades
del sentido común instalado, por tanto lo que se produce en teatro, cine y narrativa,
está impregnado de la c ultura vigente.
Pensé que las mujeres tenían toda la potencialidad de hacer un cambio
civilizatorio, por su historia de esclavitud, por haber vivido siglos en un espacio
ajeno. Pensé que teníamos la potencialidad de cambiar esta cultura basada en el
concepto de lo superior, ejercido por los elegidos y, en algún momento, incluso
llegué a pensar que estábamos produciendo un sistema ideológico que gestaría este
cambio. Pero por más libertarias que sean las ideas, si están elaboradas dentro de la
estructura de la masculinidad, aunque parezcan diferentes y contrarias al sistema, se
crean dentro de su lógica y, por lo mismo, no puede existir ningún sistema dentro de
la masculinidad que no termine siendo fascista, sexista, esencialista y totalitario,
elementos cons titutivos y fundamentales de la masculinidad. Lo que no quiere decir
que no haya individuos libertarios, pero el sistema se encarga de encauzarlos,
domesticarlos e invisibilizarlos en tanto sujetos sociales pensantes contrarios a su
lógica.
En este sentido el feminismo no ha logrado leerse todavía como una propuesta
civilizatoria de cambio profundo, al contrario, la gran mayoría de las corrientes
feministas se han cons tituido dentro de una posición servil de de mandas y en
constante espera de instalación, de reacomodo dentro de las estructuras de la
masculinidad.
El movimiento feminista como movimiento social no ha logrado autonomía ni
independencia del sistema, y justamente por esto, no ha sido capaz de constituir una
genealogía de pensadoras. No es que perdamos estas posibilidades de constitución
de un espacio histórico por nuestras diferencias políticas internas, tampoco por no
contar con una vasta cantidad de pensadoras, sino que no hemos logrado hilar su
trabajo teórico.
Aquí radica el triunfo de la masculinidad que no nos dejará jamás constituir otra
historia paralela a su historia. Es más efectivo legitimarnos parceladamente,
fragmentarnos, disgregarnos e incluir a unas pocas mujeres a la cola de su genealogía
y linaje de pensadores, que dejarnos establecer una historia propia.
No es de extrañar entonces que la historia del feminismo esté en manos del
sistema y que sea éste el que se encargue de borrar todo vestigio de esta otra historia
de pensadoras y críticas del modelo masculinista. Son justamente estos nudos los
que llevan al punto de quiebre, de autotraición y disgregación del movimiento
feminista, perdiéndose constantemente su potencialidad civilizatoria.
La intervención estratégica y continua de la masculinidad es la que instala la
traición entre las mujeres y esta ha sido –no seamos inocentes– la vieja treta de
desmembramiento de cualquier movimiento que cuestione profundamente el orden
establecido.
Si lográramos constituir una historia propia del movimiento de mujeres,
podríamos recuperar no sólo el pensamiento de las mujeres instaladas dentro de la
pirámide masculinista, donde se pierde su contenido más profundo de subversión,
sino que a nosotras mismas. De esta manera y por primera vez estaríamos
cuestionando con detenimiento la cultura masculinista y comenzaríamos a construir
una historia propia.
¿De dónde partimos? Si ni siquiera estamos de acuerdo en qué historia estamos,
para unas formamos parte de la historia oficial (la de los hombres) y para otras,
existimos nada más que como elementos a dominar subsumidos en la masculinidad,
sin haber sido jamás parte creadora de esa historia. Este es un hecho que tendríamos
que reconocer y que define las posiciones políticas que existen hoy dentro del
feminismo. Entre estas posiciones existe un vacío traspasado por la desconfianza del
análisis. ¿Dónde se instala dicha desconfianza? ¿Cómo hilamos una historia
feminista sin negociar nuestros pensamientos, políticas y diferencias? Es un error
pretender formar parte de un sistema social y cultura l que se gestó, se sustenta y se
enriquece sobre la base de nuestra desvalorización, explotación y anulación
históricas.
Creo que el feminismo de los grandes cambios civilizatorios sucumbió una vez
más, esta vez entre las arenas movedizas de la masculinidad y en el modelo light de
sociedad. ¿Esta nueva traición cuánto tiempo nos va a costar? ¿Siglos, hasta que
aparezca otro foco feminista que parta de cero nuevamente? ¿Cómo podemos leer
como avances esta sucesión continua de olvidos y fracasos, si desde todas las luchas
de resistencia que hemos tenido, no conseguimos siquiera que no se les extirpe el
clítoris a las mujeres en África, que el tráfico de mujeres se acabe o que las más
pobres del mundo no sigan siendo las mujeres?
El fracaso no es regocijante, es difícil de asumir, de ponerle palabras, sobre todo
después de que el feminismo ha ocupado lugares políticos que tenían la
potencialidad de un cambio profundo. No ha habido un cambio del imaginario
colectivo básico y he aquí nuestro fracaso. Aunque la vida de algunas mujeres
occidentales se haya modificado en parte, teniendo más acceso que antes a un
sistema que sigue sus mismas dinámicas de muerte, esto no ha aportado un cambio
real a la calidad de vida de la humanidad, muy por el contrario, se ha ido tornando
más inhumana. En este sentido, nuestra incorporación no es un triunfo, es un fracaso,
por mucho que queramos leerlo como un avance.
Si revisamos la larga trayectoria del feminismo como movimiento político y
filosófico, nos sigue faltando el paso de liberación real para no repetir infinitamente
a través de la historia, esta lucha prolongada que termina una y otra vez en el punto
cero de que algo cambie, para que en el fondo nada cambie . En este punto cero, la
única salida que tenemos es admitir nuestro fracaso, verlo con una perspectiva
histórica, para abandonar de una buena vez la estrategia arribista de la masculinidad,
de sumarnos a los que sustentan el poder.
LAS NOSTALGIAS DE LA ESCLAVA*
Sin duda, el hecho de que la humanidad
tenga una historia (un origen, un pasado y
un futuro) es toda una promesa para las mujeres.
Geneviève Fraisse y Michelle Perrot5
De una sorpresa poco sorpresiva he ido constatando que el último Encuentro
Feminista Autónomo de Bolivia (1998) y, me temo que el Encuentro de República
Dominicana, han ido perdiendo sus avances teóricos en regresiones nostálgicas a lo
que fueron hasta antes de los Encuentros del Salvador y sobre todo del de Cartagena.
Este último quedó suspendido en un cierto triángulo de Las Bermudas y lo político
que allí sucedió se va sumergiendo en el olvido. Pareciera que en estos encuentros no
existimos como pensadoras y políticas, que lo que pasó, no pasó y hasta podríamos
volver a denunciar lo denuncia do, a escribir lo escrito, a discutir lo discutido
infinitas veces, a comenzar y a comenzar.
Esta es una de las trampas que nos tiende la feminidad para que pedaleemos en
banda, dándonos la imagen ilusoria de un avance, manteniéndonos distraídas con
nuestras mal negociadas conquistas.
Lo demostrado en el Encuentro de Carta gena como un hacer político desde la otra
esquina, resulta necesario borrarlo, pues fue un momento de avance político, de
comenzar a desatar los nudos acumulados. La visibilización de por lo menos tres
corrientes dentro del feminismo disipó la lectura equivocada de que éramos un solo
movimiento político reivindicativo, con el mismo interés común y con una misma
base ideológica.
Logramos en Cartagena reconocernos entre las autónomas latinoa mericanas,
elaborando el documento de Cartagena sobre autonomía. Ahora, a menos de dos años
de dicho encuentro, algunos sectores del movimiento autónomo vuelven a confundir
el concepto de autonomía, como si dicho concepto aludiera a la referencia de una
propuesta anarcomodernista, que no reconoce sus raíces ni su historia, y que
tampoco legitima la teoría ni el pensamiento producido por todas las feministas. Con
este gesto sólo conseguimos borrar las huellas de nuestro territorio,
descontextualizando nuestras propuestas políticas y fragmentando un Movimiento
Feminista Autónomo, reflexivo y cuestionador, mientras arremete lo institucio nal y
sus costumbres. Estrategia del patriar cado que primero toma nuestro discurso crítico,
lo adapta, lo exprime quitándole su poder transformador, lo domestica, para luego,
apelando a las nostalgias de la esclava y al poder que ejerce sobre ellas, reins -
talarlo/reinstalándose al mismo tiempo. Para ello, niega la existencia de quienes
desde nuestras posiciones, nuestras críticas y nuestras propuestas constituimos una
parte importante y rebelde del movimiento.
Los esfuerzos de algunas feministas autónomas por crear un espacio reflexivo son
enormes ante los grupos que funcionan desde lo intuitivo, irreflexivo y esencialista
de la feminidad; características que hacen casi infranqueables nuestras divergencias
teóricas y políticas.
Después de todos estos años de pensamiento feminista, de lo repetitivo y cíclico
de las dificultades que hemos enfrentado para entendernos, para hacer políticas, para
perfilar un movimiento claro en sus propuestas frente al sistema masculinista,
constato que el embate contra lo avanzado proviene en gran parte desde nosotras
mismas, de la interioridad de las mujeres donde está instalada esta
sumisión -colaboración a la masculinidad, a su cultura y a sus estructuras de poder.
El interés concreto de las mujeres de estar en el poder y en la mira de la masculinidad,
queriendo visibilizarse, se sustenta en que ése es el referente que las legitima y el
que ellas a su vez legitiman, aunque sea bajo la articulación de una contrapropuesta.
En este juego, es donde el sistema interviene el espacio político feminista,
neutralizándolo.
No debemos olvidar que los espacios feministas cuestionadores son
indispensables para poder generar nuestras experiencias de lo público y, por ende,
tenemos que darle las dimensiones y la metodología política que necesitamos para
continuar un avance teórico y desarticular las regresiones de las nostalgias a la
esclavitud y su retorno cons tante a la feminidad, que sólo promueve los valores de la
cultura vigente.
Paralelamente a las dificultades que enfrenta el Movimiento Feminista Autónomo
y a la hostilidad de los tiempos con los movimientos sociales pensantes, el
feminismo institucional está escribiendo nuestra historia feminista desde el poder
establecido por el hemisferio norte. La Fundación Ford contrató a dos académicas de
origen latinoamericano para que ejecutaran esta historia, con la misma metodología
de Beijing, es decir, hacer entrevistas, elaborar documentos y posteriormente
llevarlos a discusión con las actoras, de manera de presentarlo legitimado y
refrendado por el propio movimiento de mujeres feministas. ¿Quién es este
movimiento que refrenda y legitima? ¿Quién las designa? Como ven, la institucio nalización
está pretendiendo retomar las iniciativas para contar nuestra historia a la
manera oficial y responder a sus intereses. Es grave que en este proceso participen
mujeres profesionales que se dicen parte del movimiento feminis ta y, lo que es peor,
parte del Movimiento Feminista Autónomo, abusando del pequeño poder que hemos
gestado y desper filando la propuesta del Movimiento.
En este punto clave es donde se ejecuta esta seudo- instalación amorfa que corre a
varias pistas por este gran feminismo seudo-instalado, que va creciendo
constantemente. Pareciera que esta penumbra de lo semi- instalado, se acomoda
muchísimo a este ser mujer feminista, moderna, contemporánea, intuitiva, sin bordes,
sin límites y semiatrevida, que permanece fiel a la feminidad masculina.
El problema de la semi- instalación es que necesita, al igual que la instalación, del
visto bueno del poder de la masculinidad para sentirse en existencia . El poder
masculino sigue siendo atractivo e indispensable y, aunque no se den cuenta de esto,
las mujeres desean ser parte de la legitimidad, ya sea en el Banco Mundial, en el
Estado, en los partidos políticos, en los restos de las izquierdas, en grupos de
intelectuales o en el último gurú de moda. He aquí la trampa: cualquier grupo que
quede momentáneamente fuera del poder, no pierde necesariamente el deseo de
participar de los proyectos elaborados por la masculinidad. Es la marginalidad institucionalizada.
No existe otro proyecto civilizatorio en elaboración y éste es el gran triunfo de la
masculinidad. A ningún grupo, por rebelde que sea al esquema social, se le ha
ocurrido plantear otro proyecto de sociedad.
Por esto mismo, la relación del feminismo autónomo con las feministas
institucionales es compleja. Éste es uno de los puntos que deberíamos despejar
validando nuestras existencias mutuas, lo que no quiere decir que validemos del
mismo modo nuestros proyectos. Es un problema no resuelto y, a medida que pase el
tiempo, se irán clarificando las posiciones, lo que hará posible el despeje y, quién
sabe, podríamos reconocer nuestras mutuas existencias. Sin embargo, lo difícil, lo
confuso de delimitar es la semi- instalación de las mujeres que hablan desde el
feminismo autónomo y rebelde, desdibujándonos y desdibujando nuestro territorio,
nuestras propuestas, nuestras reflexiones y, por ende, nuestra historia.
Sigo pensando que la autonomía se ejerce cuando no necesitamos ser refrendadas
por ningú n grupo de varones o de mujeres instaladas en las estructuras de poder.
Cuando podamos configurar nuestras políticas, confiadas de tener un proyecto
propio de sociedad humana, justo y atractivo; cuando realmente diseñemos y
construyamos un cambio civilizatorio, estruc turando un saber válido desde la
reflexión y el ensayo, y no desde el acto mágico de la mera intuición femenil; cuando
estemos en inter locución e interrelación profunda y expresada, y no vociferante con
la sociedad, encontraremos resonancias en un proyecto nuevo de sociedad, que tiene
en lo más profundo las mismas aspiraciones de justicia, aunque el sentido común
instalado no deje ver estas potencialidades de cambio.
Desprendernos de la femineidad construida y funcional, es urgente y sólo lo
podremos hacer, resimbolizando nuestros cuerpos/sexuados/mujeres, entre mujeres.
Este es el acto civilizatorio fundamental para nosotras, es la única manera de que se
rompa la sumisión simbiótica a la masculinidad y la permanencia de su cultura de
dominio.
Las dinámicas que generamos entre feministas, han sido parte fundamental de mis
preocupaciones para desentrañar la estructura de la masculinidad y la construcción
–dentro de ésta– de la feminidad. Si bien es cierto, uno de los aportes feministas fue
el concepto de: «lo privado es político» (poniendo la vida privada como un hecho
político en sí mismo y por tanto de intervención de lo público en nuestras vidas),
hemos incorporado las dinámicas de lo privado en el hacer política; la emocionalidad
y el sentir como construcción femenil, han sido superpuestas al peso de las ideas. Es
aquí donde confundimos las dinámicas que tiene el espacio privado, trasladándolas
al espacio público. Esto es justamente lo que ha hecho que nuestras dificultades
políticas aumenten sin lograr revertir lo que el patriarcado hace tan bien: separar,
aparentemente, lo privado de lo político, para reinar en los dos espacios. Esta es la
trampa que nos tiende la masculinidad para fragmentar la continuidad del hilo de
nuestra responsabilidad histórica.
Cada vez que hemos tratado de afinar nuestras ideas, nuestras lógicas, nuestros
modos de hacer política, lo que entendemos unas poco tiene que ver con lo que
entienden otras, armándose un cúmulo de suposiciones, lecturas íntimas que nos
dificultan el hacer política en conjunto. Esto se refuerza además, porque manejamos
conceptos y límites muy sutiles, que hacen grandes las diferencias políticas, éticas,
discursivas y prácticas, teniendo en contra el sentido común instalado de la emocio -
nalidad natural que constituye el muje rismo de larga data, la exaltación de la mujer
por la mujer.
Toda esta historia de esfuerzos y fracasos, nos da las pistas por donde transitar y
legitima la voluntad de hacer política y recuperar del anonimato a todas las mujeres,
que han pensado y armado nuestra genealogía político-filosófica desde el comienzo
del feminismo. Si no es aquí, ¿dónde? ¿En qué otro lugar podemos construir y
participar en el diseño de nuestra historia? Dónde podríamos ir desconstruyendo esta
feminidad masculina en que estamos atrapadas, sino desde un espacio político
pensante de mujeres. No desde la Academia, no desde los partidos políticos, no en
espacios mixtos. Primero tenemos que pensarnos y simbolizarnos desde la
construcción de un pensamient o autónomo a la cultura vigente. Esto no quiere decir
que no tomemos, desde la autonomía, algunas ideas y avances de la sociedad, en una
dialéctica constante de construcción de pensamiento desde la feminidad patriarcal
hasta la resimbolización de la mujer pensada por sí misma. Este es el punto
transformador civiliza torio, no la búsqueda de igualdades o de diferencias dentro del
sistema masculinista, dado que una de las cosas importantes que nos ha quitado la
masculinidad es, precisamente, formar parte de la historia. Al despojarnos de ella,
nos quitó el sentido de espacio-tiempo, de trascendencia y de ideas propias sobre
nosotras mismas. Sin esta base y sin el hilo de nuestra historicidad de movimiento
social, el hacer política feminista termina siendo un juego de reacción que depende
de la contingencia y sus poderes, es aquí donde nos arrebatan el vuelo renovador que
tienen nuestras propuestas.
Existe un gesto inconsciente y funcional en nuestro largo camino, de no dar
continuidad a un pensamiento acumula do por siglos. Volvemos sobre los mismos
temas, una y otra vez, sin reconocer los aportes teóricos de mujeres que vienen dando
luchas fundamentales para nuestra historia como las mujeres de la Querella (ver
nota 2) o pensadoras contemporáneas, como Adrienne Rich, Kate Müller, Celia
Amorós, Luisa Muraro, María Milagros Rivera, Luce Irigaray, Simón de Beauvoir,
entre otras. Por qué no leemos, y conocemos más y mejor a las teóricas del
feminismo, que son nuestras contemporáneas y que vienen desentrañando los hilos
del sistema, no sólo discursivamente sino con actos concretos y políticos. ¿Por qué
tantas feministas saben tan poco de feminismo? ¿Por qué tantas mujeres no conocen,
ni reconocen la historia de la que provienen, entregándole la palabra a gente que no
ha estudiado, ni profundizado en el feminismo y que no sabe nada de él?
Está claro que estamos viviendo una época difícil para el pensamiento y los
movimientos sociales que proponen la desconstrucción del sistema, como es el
Movimiento Feminista Autónomo. Por lo tanto, es riesgoso que nuestras estrategias
políticas sean mal evaluadas, sin conciencia de lo que ello significaría políticamente
para el futuro de la humanidad.
Me pregunto ¿cuál es esta trampa de olvido que borra nuestras huellas?, como
parte de una feminidad natural, de ese mujerismo que nos deja entrampadas y que nos
hace caer en los cortes/conflictos/generacionales, que son tan útiles para la
masculinidad y que tienen costos graves para las mujeres en esta historia siempre
fragmentada, nunca hilvanada y sin reconocimiento de trayectorias, que nos hace
perder la pista al caer en un igualitarismo equivocado. Todo esto nos impide armar
un cuerpo político que se contraponga y resista la reestructuración y reorganización
constante del sistema. Me refiero a la urgente necesidad de perfilar un pensamiento
feminista autónomo e independiente que proponga nuevas estrategias ante los dobles
discursos de la macrocultura masculinista, que nos arrastra cada vez más a un
sistema donde, poco a poco, nuestras pequeñas conquistas serán revertidas.
LA DEMARCACIÓN: CÓMO SEÑALAR NUESTROS LÍMITES
Durante estos últimos tiempos, en relación a las diferentes corrientes que el
pensamiento feminista ha ido generando, el tema de los límites produce mucho
malestar entre las mujeres, porque el expresar diferencias es aceptado con un
despliegue discursivo sobre el amor, la tolerancia, la amplitud y la democracia, es
decir, con un discurso incluyente donde todo cabe. Si de estas explicitaciones de
diferencias nace la necesidad de establecer límites , inmediatamente se produce un
malestar que redunda en un discurso rabioso y personalizado, de sentirse medidas,
clasificadas y, por último excluidas, que se traduce en un sentimiento de rechazo y
en no asumir las diferencias y sus protagonistas. Por supuesto que aquí también está
en juego parte del mínimo poder que hemos generado.
La falta de límites es y ha sido una de las claves más importantes en la
construcción, constitución y creación de la feminidad, que marca nuestros cuerpos
sexuados por la culpa y nos signa como objetos disponibles de ser tomados para
siempre o por un rato, con o sin nuestro consentimiento. Creo que el poner límites en
nuestras vidas es un aprendizaje nuevo y difícil. No sa bemos ejercer este derecho de
individuación sin sentirnos culpables de escapar a la estructura de la feminidad,
diseñada para la entrega total, a través de amores y maternidades ejercidas sin
restricciones.
En la historia de mujeres, la que transgrede estos bordes y se sale del espacio
demarcado de la feminidad, se sitúa en una peligrosa frontera donde pierde
violentamente la solidaridad de casi todo el mundo, incluso, de las propias mujeres,
cuya solidaridad tiene un límite claro dentro del espacio simbólico de la feminidad
y de las reglas del amor y la familia.
Los valores con que el sistema nos lee y con los que nos leemos, se relacionan con
la incondicionalidad a la feminidad. En nuestra memoria aún residen las fidelidades
absolutas hacia el cuerpo masculino y, a través de él, a su cultura y sus proyectos de
sociedad. Cultura que se entiende como la única posible.
La masculinidad construye civilización desde la exclusión, la explotación y la
violencia, basadas en el sistema de dominio. Ésta es su lógica, así entiende la vida
desde el entramado de una razón fraccionante, piramidal donde los límites se
convierten en muros, rigidizando y estratificando a los seres humanos.
Los varones se otorgaron espacios propios, territorializaron, estratificaron y
delimitaron sus mundos para desarrollarse, pensarse y simbolizarse y, al mismo
tiempo, pusieron límites claros a la necesidad de individuarse como personas y
sujetos políticos. Estos espacios fueron constituidos y simbolizados sin la presencia
y la participación de las mujeres.
La masculinidad se ha construido desde una lógica anti- mujeres, especialmente en
términos colectivos, ya que individualmente –no siempre– rescata a mujeres de su
propiedad: como la madre, la esposa y la hija.
Esta misoginia con que se fundó el patriar cado ha permeado todo el sistema. La
acusación banal de anti-hombres con que constantemente somos signadas las
feministas radicales, con la impaciencia y descalificación acostumbradas, ha
afectado a las mujeres en su legitimidad y a los es pacios que necesitamos para
entendernos y entender la feminidad, para desprendernos de ella y rearmar otras
ideas acerca de nosotras y nuestra historia.
La masculinidad logró instalar la idea histórica de que los hombres son los únicos
que trabajan, los que nos han mantenido y han tenido la responsabilidad de la
producción. La feminidad, por lo tanto, está en condición de débito y de
colaboración, situándonos en el espacio de la dependencia. Asimismo los hombres,
especialmente los blancos, establecieron límites profundos y oscurantistas para
permanecer en el poder y mantenernos –a través de la construcción de esta
feminidad– tanto fuera de él, como del crear, del pensar (pensarnos) y, por supuesto,
del hacer sociedad.
Ningún hombre vive la experiencia que tiene una mujer cuando se adentra en el
mundo del pensamiento, cuando va en búsqueda del saber, de los que pensaron y
crearon, los grandes hombres (filósofos, escritores, científicos, entre otros) que
constituyeron nuestra cultura y sus órdenes simbólicos y valóricos. Toda mujer, en
esta búsqueda, se encuentra desde el inicio no sólo con la exclusión, sino con el
insulto, la descalificación y la humillación profunda de desligitimación de nuestra
condición de humanas.
Hemos ido rompiendo y trepando muros para acceder a los espacios masculinos de
poder y su cultura, proceso que ha sido importante para entendernos dentro de la
masculinidad patriarcal. Sin embargo, este proceso ha tenido altos costos, al instalar
grupos de mujeres en el patriarcado, funcionalizando los aportes del feminismo y
convirtiéndose en meras colaboradoras.
En lo que hemos avanzado, lo más importante ha sido construir espacios políticos
propios, donde pensarnos y actuar con otras mujeres, donde hemos ido deshilando
feminidades, conociéndonos y re-conociéndonos como seres humanas completas.
Desde este lugar podremos re-establecer relaciones con el conjunto de los seres
humanos, en un plano horizontal y en la comodidad de una cultura otra, que ahora sí
nos va a contener y pertenecer.
La capacidad de re-simbolizarnos desde nosotras mismas, nos otorga un poder
propio, libre y autónomo, sin referencia a la masculinidad. Por lo tanto, es un poder
inédito y un espacio donde es posible generar nuestra capacidad civilizatoria.
Cuando ponemos límites claros y estos están expresados los aceptamos, porque, a
su vez, van constituyendo nuestros propios límites/libertades de los diferentes
grupos humanos, ya que en cada límite existe un colindar con los otros. El problema
surge cuando es el poder quien impone estos límites, construyendo así los
cortes/conflictos.
Los discursos que construyen y transforman estos límites en muros esencialistas
aluden a condiciones naturales y/o divinas para hacerlos inamovibles desde lo
humano. Por ejemplo, los negros son flojos por naturaleza, las mujeres, intuitivas y
desde la divinidad –otro espacio inamovible – representamos la tentación y el castigo.
Estos muros encierran la vida y la inmovilizan en espacios estancos, produciendo
exclusión, explotación, racismo, clasismo, sexismo, etcétera. De la misma forma, el
sospechoso discurso, difuso e incluyente, de las buenitas y los buenitos, de las
mujeres y de los varones, que alude a su parte femenina, desdibuja los límites y se
funda en sentimientos románticos amorosos, como si éstos no fueran el resultado de
ideas que nos atrapan en una comodidad ligosa, desresponsabilizándonos de lo que
vamos construyendo como sociedad.
El problema radica en la lógica de dominio en que se sustentan estos discursos,
transformándolos en muros. Existe un muro especialmente conocido por nosotras: el
muro casa/calle, que siempre nos ha mantenido alejadas de la calle/plaza como el
lugar del saber, del organizar sociedad y hacer política.
Históricamente el muro nos deja fuera, o más bien «nos encierra puertas adentro».
No nos extrañemos entonces –con esta historia de encierros, designada y
simbolizada por otros– que en el proceso de liberación, la gran mayoría de las
mujeres no quiere saber nada de límites y que el tema las pon ga nerviosas, porque
todas sabemos lo limitadas/ilimitadas que aún estamos y cómo nos vuelven
constantemente a encerrar en este doble juego. Entonces, ¿cómo no caer en lo
reactivo/inactivo, todo clausurado y/o todo abierto?
Estos muros contienen la lógica de la guerra, están puestos en el juego de la toma
y la defensa. La historia patriarcal, es una historia de muros: el muro de Berlín, el
muro de Río Grande, la Muralla china, los muros de los castillos. Unos más extensos
que otros, unos más actuales que otros, pero todos encierran espacios de poder y
dominación, constituyendo modos de vida que responden a parcelaciones
voluntariosas y hegemónicas de las potencias masculinas y sus intereses.
Hoy pareciera que el proceso de globa lización estuviera aludiendo a la
destrucción de estos muros, sin embargo, lo que el poder ha hecho es desmontar
algunos, para rearmar bloques más extensos y poderosos. Sólo ha roto algunas
fronteras para empoderarse (¡¿estrategia tan recurrida por el feminismo y recuperada
por la masculinidad?!). Los muros de hoy, más que los de ayer, se multiplican y se
construyen principalmente en relación a la pobreza y al saber.
El Movimiento Feminista Autónomo es un espacio delimitado, donde la actuancia
es una necesidad y una responsabilidad para constituir un poder transformador que
afecte al imaginario colectivo. En la constitución de este espacio del actuar en
conjunto, iremos construyendo la amistad política, que desmontará la desconfianza
y la traición entre mujeres. Desmontar el orden simbólico de la feminidad es uno de
los territorios políticos más importantes para la construcción del Movimiento
Feminista Autónomo e Independiente, mucho más importante que acceder a las
pequeñas parcelas de poder que la masculinidad nos pueda otorgar. Nuestr o hacer
política sigue marcado por una cierta incondicionalidad al amor en femenino, a este
saber amar de las mujeres. ¿Cuánto habrán tenido que transar nuestras abuelas,
madres y cada una de nosotras, al asignarle al amor el tributo de respetar la falta de
respeto y dignidad de parte de los hombres y de las mismas mujeres?
Debemos entender de una buena vez, que lo que nos constituye como especie
humana es la capacidad de crear, pensar, comunicarnos, elaborar modos de
relaciones, ethos y mores, o sea, de crear cultura.
Estas no son condiciones exclusivas de la masculinidad, a pesar de que se hayan
apropiado de todas estas capacidades de lo humano, y las ejerzan desde una lógica de
dominio, que constituye finalmente una macro cultura guerrera/racista, misógina,
estructurada en hegemonías, depre dadora de su propia sociedad y del corpus que la
contiene.
La asignación del carácter de lo humano a un solo cuerpo sexuado es producto de
la cultura dirigida por varones desde una lógica dominante y excluyente. El pe ligro
radica en que desde el feminismo seguimos sancionando y rechazando estas
cualidades creadoras (aparentemente masculinas), sin visibilizar la lógica que
constituye la masculinidad y su cultura de dominio. Se exalta como contrapartida lo
femenino intuitivo e irracional, tene brosamente construido desde las fantasías del
patriarcado, que estigmatiza de autoritaria y patriarcal a cualquier mujer que asuma
las cualidades de pensar, crear, hablar y organizarse. Mientras más independiente de
la masculinidad, más sancionada es.
Cuando hacemos política y desarrollamos ideas, tenemos que marcar diferencias,
poner límites claros entre unas ideas y otras, entre lo que aceptamos y no aceptamos
como límites éticos. Hacemos juicios sobre lo que encontramos perjudicial y feo
para la humanidad y para nosotras mismas. Nuestros discursos y nuestras actuancias
marcan espacios con límites, querá moslo o no, y mientras más conscientes estemos
de ello, más claros serán los límites y los podremos conocer y demarcar mejor.
Lo que ha ido sucediendo dentro del movimiento feminista es que no ha asumido
ningún límite. Todo límite tiene que ver con la construcción de una ética. En este
hacer política demarcando territorios, debemos poner atención en cómo remiramos y
procesamos la información que vamos aprendiendo en este hacer y que nos hace
rehilar lo íntimo, lo privado y lo público. Ir transformando nuestras relaciones con
los otros y con nosotras mismas, dejándonos fluir de un espacio al otro, sin
confundirlos, sin negar ni claus urar cualquiera de ellos, es lo que nos diferenciará de
lo que hoy sucede en el hacer político dominante, esquizo frénico, donde lo que se
propone es todo lo contrario a lo que se hace.
Hasta ahora dentro del movimiento feminista, hemos convocado a las mujeres con
un doble mensaje: a espacios libertarios y gozosos desde nuestras historias de
oprimidas, urgiéndolas a romper los límites/ilimitados que los varones nos han
señalado y que tenemos inter nalizados. Sin embargo, la mayoría de las feministas
terminan por proponer políticas basadas en nuestras carencias, listas de demandas
por igualdades que nos hacen perder la visión política y que terminan por
fragmentarnos dentro de la feminidad.
A medida que vayamos avanzando y profundizando los límites entre pensamiento
y reproducción de la feminidad, iremos ejerciendo nuestras capacidades de lo
humano, pues, justamente porque estamos ejerciendo estas capacidades, es que nos
vemos enfrentadas a delimitar nuestras diferencias políticas, que son básicas y
profunda s, y que nos hacen comprender que no por poseer un cuerpo sexuado mujer,
permanecemos juntas en este hacer política.
Los pequeños poderes constituyen uno de los problemas que enfrentamos: las
mujeres se aferran a cualquier pequeño poder, que no es más que lo que
históricamente hemos tenido, disfrazado de amores y maternidades. El poder
ejercido en plenitud por los legítimos gobernantes, militares, eclesiásticos, etcétera,
es visible, tiene sus herramientas claras, es fuerte, violento, deshuma nizado y
reconocible. Sin embargo, este otro poder del que hablo, suave y agazapado, es el
que ha permeado a las mujeres y a gran parte del movimiento feminista, en su
historia, en su memoria, en sus mores y ethos. He aquí otro espacio político para
trabajar.
Quiero ejemplificar y responsabilizarme de lo que digo, no quiero hacer política
con una mujer que no tenga una reflexión clara sobre el aborto y que no plantee desde
esa reflexión, el derecho que tiene cada mujer sobre su cuerpo, sobre su destino y
sobre sus decis iones, pues nadie tiene derecho, ni propiedad sobre ninguna persona.
No quiero hacer política con una mujer neoliberal, clasista, racista, misógina,
etcétera. Puedo, quién sabe, en ciertas circunstancias hacer una campaña sobre una
demanda específica para las mujeres en un mejoramiento relativo e inmediato de sus
cotidianos, siempre que sea una negociación con límites claros y que no me
sorprenda involu crándome en algo que haga permanecer vigente a este sistema
cultural masculinista depredador, al cual no sólo no adhiero, ni creo modificable y al
que respon sabilizo, además, de gran parte de las miserias a las que hemos llegado
como humanidad.
Hay muchas cosas que he aprendido en estos años, algunas no quiero repetirlas,
porque mi evaluación es que termin aron siendo funcionales al sistema, algunas de
estas funcio nalidades corresponden a nuestros procesos al interior del movimiento y
otras aluden a nuestras políticas públicas. No quiero estar en ningún espacio político,
donde la dimensión política, el hacer política y el entendimiento de la política sean
focalizados hacia los poderes institucionales o que, como contrapunto, se focalicen
hacia los espacios privados (la pareja, el sexo y/o la familia). No quiero hacer
política, con personas que, si bien hablan de la importancia del movimiento de
mujeres y el movimiento feminista, sus compromisos no están puestos en la
construcción de éstos y ni siquiera respetan sus espacios, irrumpiendo en ellos sólo
cuando les son útiles. Por sobre todo, no quiero hacer política con mujeres que no
cuestionen la feminidad, ni asuman una actuancia política feminista responsable,
crítica y evaluativa.
El feminismo es un lugar histórico que ha producido diferentes miradas
ideológicas, filosóficas, económicas y políticas. Cuando se han podido demarcar
estas diferencias, se han generado corrientes que lo enriquecen y multiplican.
Capitalizar estos conocimientos, saberes y poderes en un solo grupo hegemónico que
se apodera del movimiento y lo negocia, es justamente volver a hacer política
patriarcal sin límites, que no se plantea en contra del neolibe ralismo, del sexismo,
del racismo ni del clasismo y, lo que es peor, reinstala constantemente la feminidad.
Por esto la palabra militancia me produce estragos, porque evoca la adhesión
incondicional al sistema de poderes establecidos: partidos políticos, iglesia,
militares, etcétera. La militancia es masculina y patriarcal en su totalidad, ya que ni
los partidos políticos ni las religiones han desmilitarizado sus adherencias, porque
no han sido capaces de interrogarse y repensar la lógica/lenguaje de dominio que los
constituyen.
Cómo podemos resimbolizar un compromiso desde otra mirada, desde otra
esquina, sin caer en la desresponsabilidad con que se ha sido parte del movimiento
feminista, donde fácil y periódicamente se abandona este hacer política, sin darle la
prioridad y continuidad que merece en nuestras vidas, dejando poderes y saberes
sueltos que se recogen sin ninguna perspectiva feminista transformadora, por
cualquier persona o grupo político.
Para colindar con otros/otras necesitamos del cuerpo que nos contiene, con él
tocamos la vida. Nuestra piel es un límite, aunque no terminamos en ella. Nuestra
piel es el límite que señala nuestro propio territorio corporal y luego viene ese
colindar con lo otro/las otras. Del mismo modo necesitamos una corporalidad
política, un territorio de existencia demarcado, desde donde establecer nuestras
propias propuestas políticas civilizatorias. El límite es un acto del pensar que
construye éticas y libertades.
La palabra que constituya la pertenencia al Movimiento Feminista Autónomo,
tendrá que aludir a una continuidad que legitime la historia del movimiento
feminista y del grupo en el cual se practica su actuancia . Una no puede resimbolizarse
sola ni en grupos de mujeres unidas por lo laboral, familiar o ayudismos
varios (monjas, damas de rojo, etcétera), esto tiene que ser a través de una actuancia
feminista entre mujeres y en el reconocimiento de capacidades y saberes, autoridad
y autorías, con nombres y apellidos, he aquí otro territorio que remarcar, reseñalizar
y, finalmente, renombrar.
Esta actuancia feminista , nos significa individualmente y nos constituye en
grupos políticos, reconocidos y diferenciados, que nos saca de la masa amébica. En
estos espacios demarcados, podremos finalmente construir la amistad política entre
mujeres que desconstruya, a su vez, la misoginia y la traición entre mujeres.
Sobre las alianzas
Pensar en alianzas posibles dentro de la cultura masculinista es un gesto ingenuo,
tenemos que convencernos de esto y asumir nuestro hacer político desde otros
territorios, para in ter actuar con el resto en la sociedad, para ir instalando nuestras
propuestas en el imaginar io colectivo. Este hacer político poco y nada tiene que ver
con las propuestas que se generan dentro de la masculinidad, aunque la masculinidad
siempre nos quiere en sus alianzas, en pactos históricos, donde hemos sido la fuerza
colaboradora de la socieda d masculinista , en la guerra, en la producción, en la
moral, en la ecología, en la iglesia, en la educación y así infinitamente.
Como individuos algunos hombres pueden ser grandes aliados, pero no en
colectivo, pues en esos espacios recuperan y retoman la memoria de la masculinidad.
El pacto entre ellos resitúa en la secundaridad la colaboración con las mujeres.
Los espacios políticos organizados donde se nos invita a participar, deberían ser
para nosotras sólo lugares de observación, para conocer siempre más acerca de los
poderes de la masculinidad, sus dinámicas, sus códigos, pero sin confundir la
demanda de participación y de colaboración , y de aportar nuestras ideas, pues éstas
serán utilizadas y tomadas desgraciadamente sin sus lógicas transformadoras. En
esos espacios se instalan las regalonas del patriarcado sean de derecha, izquierda,
ecologistas, feministas, etcétera. Con estas mujeres se entiende el sistema masculinista,
porque responden a la memoria de relación entre la masculinidad y la
feminidad. Son estas mujeres las que el sistema masculinista legitima, y son éstas las
que finalmente negocian al resto de las mujeres y toda la potencialidad del cambio
civili zatorio.
El sistema jamás les otorgará ni el más mínimo espacio de visibilidad a las
radicales, ya que obviamente sus propuestas atentan contra él, porque la propuesta
radical feminista es justamente desconstruir la mesa donde el poder patriarcal se
apoya, donde invita a conquistar a codazos un lugar.
Nuestra propuesta es construir otra mesa que no esté cargada y signada por las
sobras del poder masculinista. Donde por lo demás hemos aprendido a repartir tan
mal la comida, donde siempre el plato grande es de algunos.
La propuesta que proviene de la historia de las mujeres, conlleva la total ruptura
con la cultura masculinista y, por lo tanto, los grupos supuestamente antisistémicos
que están anclados en ella, grupos y partidos marginados que se organizan dentro del
sistema, aunque pretendan hacer una resistencia al modelo neoliberal recogiendo en
sus discursos parte del malestar popular, no cuentan con una propuesta realmente
alternativa, porque elaboran dichas propuestas dentro de la cultura vigente y sus
dinámicas de dominio. Se estructuran desde el reclamo y no desde el cambio del
imaginario y fundamentalmente desde el cambio de la lógica del sistema patriarcal.
Por esto las revoluciones de la modernidad han fracasado y prevalece el modelo
mítico de la superioridad masculina.
Sin embargo, hay gestos políticos que traspasan esta legitimación del modelo,
cuando el movimiento negro en Estados Unidos dijo: lo negro es bello, dejaron de
pedirles a los blancos (el sistema) que los legitimara, y empezaron a armar una mesa
distinta, pero como todo gesto político elaborado dentro de la masculinidad
finalmente pasó a ser parte de dicha cultura, como tantos otros movimientos revolucionarios.
Distinto es cuando Adrienne Rich rechazó la Medalla Nacional de las
Artes que debía recibir de manos del presidente Bill Clinton, diciendo: «Tengo una
profunda fe en la inseparabilidad de las artes con la sociedad. No puedo recibir un
premio del gobierno mientras veo tanta gente marginada, usada como chivos
expiatorios y asediada. No siento que pueda aceptar una medalla cuando se aplica
dicha política».
Estos gestos, desde un lugar otro trascienden, y nos reivindica a las feministas
autónomas e independientes, legitimando nuestras críticas, nuestras políticas y
dando cuenta de las/los que se hacen cómplices con las políticas hege mónicas.
Nuestro desafío pasa por esta capacidad de repensarnos como sujetos mujeres,
sólo lo podremos hacer si estamos dispuestas a vivir la vida como un destino
modificable.
DESDE LA OTRA ESQUINA
Hablo desde un lugar muy definido, que es el Movimiento de Mujeres Feminista
Autónomo e Independiente (MOMUFA), en el cual hago mis prácticas políticas, me
instalo en lo público y – lo que es más importante– es el lugar donde pongo en
circulación mis ideas y las confronto con otras. Ésta es mi otra esquina, la mirada
desde otro lugar. Así la llamo, porque desde esta mirada otra, hemos ido
descubriendo lo profundamente arraigado del dominio y del odio/amor de esta
cultura hacia las mujeres.
Sin este lugar político, me parece imposible desentrañar la profundidad del
entramado del sistema, lo implicadas que estamos y la responsabilidad de asumir,
analizar y actuar desde nosotras mismas, sin modelos preestablecidos y fracasados,
aunque suframos el vértigo que produce la libertad.
Desde esta otra esquina he podido proyectar un sueño, el sueño del cambio
civilizatorio. El sueño de una cultura que no esté basada en el odio/amor, sino en el
respeto, de una cultura que no esté basada en el dominio, sino en la colaboración.
Este sueño permite que el feminismo –desde mi punto de vista– traspase la
demanda de incorporación a la cultura vigente y se abra a todas las potencialidades
creativas y de responsabilidad que como humanas tenemos.
El cambio que percibo como posible y que involucra a todas y a todos, es mucho
más complejo de lo que pudiera entenderse y mucho más global y profundo de lo que
algunos feminismos han estado proyectando.
En los últimos tiempos, en que la instalación de las diversidades se ejecuta como
una fórmula perfecta para extraer las potencialidades de cambio que tienen los
movimientos sociales, el feminismo se ha reducido a una categoría de análisis
(perspectiva y estudios de género), al interior de las estructuras académicas,
suplantando los liderazgos políticos por experticias inofensivas para el sistema y
nocivas para el movimiento de mujeres, al mismo tiempo que se pierde como
movimiento político cuestionador. Para ejecutar la instalación de este feminismo ha
sido necesaria la acomodación del discurso a las posibilidades que ofrece la cultura,
a la vez que la cultura ha ido acomodándose para recibir a ciertas mujeres. Esta
acomodación se lee como cambio cultural, que no sólo no lo es, sino que, por el
contrario, contribuye al fraccionamiento del pensamiento feminista y marca el
triunfo de la masculinidad.
Quien sostenga que el patriarcado ha ido humanizándose, no ve cómo el racismo
y la xenofobia están impregnando todos los espacios de nuestra cultura, incluso
aquellos donde históricamente se construía pensamiento libertario, universida des y
partidos políticos de ideas progresistas.
Quien sostenga que el patriarcado está humanizándose no quiere ver que la
supremacía de la raza blanca se ha ido empoderando sobre el resto del mundo y que
la explotación y la pobreza son mayores que hace veinte años. No quiere ver tampoco
los miles de tercermundistas tratando de escapar despavoridos de las hambrunas,
sequías y guerras, sin poder saltar el muro invisible que ha levantado el Primer
Mundo para mantener sus privilegios.
Asimismo, quienes interpretan la presencia de las mujeres dentro de las
estructuras de poder como un signo de avance y de cambio no tienen en cuenta que
el sistema de dominio no ha sido afectado en lo más mínimo, que el acceso de las
mujeres al poder desde lo femenino no lo modific a. Las relaciones de género pueden
cambiar, sin embargo, no varía la constitución de la masculinidad. No es que ahora
estemos accediendo al trabajo, pues siempre hemos trabajado en el departamento de
mantención del patriarcado y sus ideas, y ahí continuamos.
El patriarcado desde su fundación es un pacto entre varones basado en sus valores,
en sus ideas de sociedad y, especialmente, en la colaboración que le debemos las
mujeres. Lo que no ha existido jamás en la historia es un pacto político entre mujeres;
mientras no hagamos pactos entre nosotras no seremos capaces de hacer una política
alternativa. Pero no se trata de cualquier pacto. No me refiero a pactos que estén
basados en el hecho biológico de ser mujeres, sino que se sostengan en sistemas de
ideas y propuestas éticas y, sobre todo, que no tengan como referente ningún
proyecto político de la masculinidad.
Cuando el juego de ideas y valores de algunas mujeres se constituyan en
propuestas y se comparen/confronten con los otros juegos de ideas y valores de otras
mujeres, sabremos si es posible hacer este pacto. Observemos en la historia y el
tiempo la cantidad de juegos de ideas y valores que tienen los varones: desde la
derecha a la izquierda, o desde sus religiones (católica, protestante, budista,
mahometana).
Este pacto se asienta en la relación que los varones establecen con la mujer, con
esta otra diferente, con esta otra que les produce miedo, a quien desean y odian a la
vez.
El pacto entre varones construye la misoginia, sólo de esta manera puede ejecutar
el dominio, que se traduce en la servidumbre de cuidar y mantener su cultura.
Para que la misoginia perdure, la cultura pactada por los varones universaliza sus
ideas promoviendo, desde el poder, el desprecio interno que cada mujer tiene hacia
su propio ser y el deseo de ocupar el lugar del otro, o sea, el del hombre. No es la
envidia al pene con que nos resume Freud, sino el deseo de lo que nos constituye
como humanas: crear, pensar, hablar y, por último, construir cultura.
Establecer un pacto entre mujeres es difícil. Cada vez que comenzamos a leernos
como sujetos con proyecto político, estamos asumiendo la responsabilidad de
diseñar sociedad para todos y con todos. Esto produce miedo porque se sale del
ámbito de lo doméstico, de lo conocido, de lo mujeril. Entonces nos refugiamos en la
feminidad patriarcal, en la imagen que nos ha entregado de nosotras mismas, donde
se supone que el sólo hecho de ser mujeres nos hará estar en sus ideas y proyectos,
de esta manera no constituimos pacto entre mujeres. Reconocer proyectos políticos
generados por mujeres se nos hace prácticamente imposible, porque estamos
sumergidas en las inseguridades afectivas que tenemos por nuestra propia misoginia.
Algunas mujeres fácilmente llaman patriarcal cualquier expresión de lo humano
atrapada en la simbólica de lo masculino: la autonomía, el ejercicio del
conocimiento, la independencia, les es necesario permanecer en la feminidad
patriarcal, ser buenas, acogedoras, no discutir, necesitar al otro/a.
Es tan fuerte la marca misógina que nos dejó el patriarcado que apenas logramos
constituirnos, empezamos a negociar nuestras ideas con la masculinidad, ya que
cuando no se ha gozado del poder público, cualquier pequeño poder se confunde con
éste.
La propuesta de desmontar el patriarcado tiene, en primer lugar, una afirmación:
el patriar cado existe, está vivo y coleando, remo zado en la masculinidad. Hay que
conocerlo y reconocerlo muy bien para poder desmontarlo. Si declaramos que para
nosotras esta cultura es inaceptable, nuestro objetivo será lograr un cambio
civilizatorio-cultural y estructural.
Si pensamos que el patriarcado no existe, o ha terminado, o que podemos hacer
nuevos pactos con él (ya que siempre hemos hecho pactos con el sistema), estamos
asumiendo que no tenemos ninguna otra posibilidad que vivir la vida como un
destino inmodificable y, por tanto, aceptamos todas las contradicciones,
aberraciones e injusticias de una cultura imposibilitada de cambiar.
El problema radica en no confundir los deseos de cambio con el deseo de estar y
gozar el sistema de poderes del patriarcado, argumentando que se está allí para
generar cambios. Ese «estar» en el patriarcado implica impregnar el discurso con
una demagogia que confunde los objetivos, borra y desvía las lecturas de la realidad
y, finalmente, nos hace renunciar a las políticas que podrían desmontarlo. Instalarse
en las instituciones del patriarcado implica hacer nuevamente el trabajo de
mantenimiento del sistema.
Existe una confusión respecto del feminismo, asimilándolo a una biografía de
segregación común a todas las mujeres, esto no es más que un punto de partida. El
feminismo en sí es un espacio histórico y político de desarrollo del pensamiento de
mujeres, una teoría de cambio político intransable, que tiene ver con la ética y que no
se puede negociar con propuestas que difieren y contradicen sus principios básicos.
Es necesario aclarar que el Movimiento de Mujeres Feminista Autónomo
(MOMUFA) no invalida a otras propuestas feministas, ni las políticas que éstas
hagan con el sistema, lo que no impide que denunciemos las políticas que se hagan
a nombre del movimiento feminista, que se apropien de la historia del feminismo
para transar y negociar con el sistema. Esto corresponde a un robo intelectual de
siglos que me parece lógico que lo haga la masculinidad frente a un movimiento que
lo cuestione, pero que lo hagan las mujeres me parece que corresponde a la pulsión
de traición con que fue simbolizado lo femenino desde el mítico inicio divino de la
humanidad.
De alguna manera las negociaciones pasan por la instalación de lugares, algunas
ramas del feminismo también han sufrido este proceso de instalación y de
negociación de las propuestas más radicales del movimiento, neutralizando
justamente lo que hace del fe minismo un proyecto civili zatorio de cambio profundo,
por esto nuestra denuncia y la demanda de que se especifique claramente desde qué
lugar se habla y cuáles son los intereses políticos que sostienen. ¿Por qué la denuncia?
¿Por qué las exigencias de pronunciamiento dentro del feminismo? ¿Por qué el
debate?
Porque las políticas que hacemos unas y otras no son complementarias y no
convergen hacia el mismo fin. Al tomar la representación del feminismo y de las
mujeres desde la institucio na lidad, nos invis ibilizan, niegan nuestra propuesta. Pues
detrás de todo proceso político, hay también intereses económicos, institu cionales,
de poder y responsables con nombres y apellidos.
Si queremos realmente ensayar otra democracia, una democracia contenida en una
cultura de colaboración, no podemos estar con la democracia del dominio, no
podemos estar con la democracia jerarquizada y autoritaria del modelo masculinista.
Si no hay una disposición a poner en cuestión la familia como base de la sociedad, si
no hay una disposición a cuestionar la consanguinidad y sus primitivos órdenes
jerárquicos, no podemos hacer proyecto político común.
Nuestra propuesta es pararse en la otra esquina para mirar, pensar y comenzar a
diseñar una nueva sociedad.
UN GESTO DE MOVILIDAD,
ARTICULAR UN AVANCE
El feminismo ha crecido, ha profundizado sus conocimientos y se han
multiplicado los lugares desde donde las mujeres construyen diversos proyectos
feministas. Los desafíos que hoy tenemos son diferentes a los del 70 y 80, cuando
comenzábamos a reconocernos a través de las propias historias personales,
coincidencias de existencia y ese eterno descubrirse de las mujeres. Nuestras
diferencias, entonces, eran menos significativas de lo que son ahora o simplemente
las situábamos en un lugar oculto de nuestro proceso.
El hacer política feminista hoy está atravesado por un problema ético, es decir,
tenemos que asumir responsablemente lo que ocurre en el mundo, ya que formamos
parte de él. Si se implementan políticas desde un sistema de valores que posibilita el
hambre, el racismo, las fobias, debemos plantearnos desde otros valores, de lo
contrario revalidamos el sistema y nos hacemos cómplices.
Un ser político construye sus polít icas desde los valores que acepta como válidos,
almacena ideas y sentimientos que se construyen a partir de ellos. Toda cultura
instala una gama de sistemas de valores, de sistemas morales que aparecen como
lógicos, únicos e incuestionables.
La responsabilidad ética e individual pasa por leernos como interventoras desde
nuestro propio margen de valores, en cuanto hacemos política como una forma de
construir una sociedad diferente, para ello es necesario leernos como seres políticos.
Nadie es neutro dentro de una sociedad, las mujeres, sobre todo, cargamos un
sistema de valores que no nos pertenece genéricamente, que forma parte de una
cultura eminentemente masculina que nos socializa para estar casadas, para ser
complemento de algo, al mismo tiempo que nos caza la lógica de los grupos
hegemónicos masculinos que asumimos como propia, reduciéndonos e instalándonos
en un espacio reproductor y no creador.
Nuestras prácticas políticas se encuentran signadas por estos valores que
necesitamos replantear. Rearticular un sistema de valores debe reflejarse no sólo en
la construcción de un discurso, sino además, estar traducido en sus prácticas
políticas, para que pueda instalarse en el imaginario colectivo.
El feminismo –desde mi perspectiva– apuesta a un sistema de otros valores y
símbolos que hace posible construir sociedad en colaboración y no desde el dominio.
Cambiar el imaginario colectivo pasa por entender la vida de otra manera, no como
una lucha de sobreviviencia del más fuerte, ni marcada por el amor sistémico.
Para el feminismo autónomo es muy importante demarcar el espacio político, es
decir, desde dónde estamos generando un discurso y cómo lo reflejamos en nuestras
prácticas. Esta responsabilidad conlleva el desafío de expresar concretamente qué es
lo que queremos cambiar y, desde dónde nos situamos para elaborar un orden de
cambio. Mientras adornemos nuestras prácticas con discursos paralelos, ajenos y
ambiguos, perderemos el punto de partida y sólo conseguiremos aplazar la discusión
entre nosotras.
Aunque parezca mesiánico proponer otra civilización y cultura, no lo es, si
tomamos conciencia de que los avances del sistema cultural vigente, sus valores y
sus modelos estructurales de desarrollo, nos están arrastrando a una des humanización
brutal. No tenemos otra alternativa que plantearnos un cambio, pues el
fracaso de este modelo de civilización es evidente.
Hablar de un cambio cultural/civilizatorio profundo en este momento, es hablar de
los valores con que queremos construir sociedad y que, por supuesto , se basan en
nuestras ideas de libertad, de desmontar una cultura discriminatoria y violenta.
Sabemos que nuestros problemas pasan por una práctica política que contiene este
desafío ético. Creo que el feminismo, los poderes y los problemas de dinero que en
él existen, nos llevan a la necesidad imperiosa de aclarar las diversas posiciones
filosóficas y políticas contenidas en el movimiento. Ya no se trata solamente de
conseguir ciertas mejoras para la vida de las mujeres, no nos bastan las conquistas de
espacios de igualdad, ni las seudo conquistas legales, pues éstas se nos han revertido
la gran mayoría de las veces, instalando pequeñas élites de mujeres funcionales a las
propuestas del sistema, que asumen la voz de todas desde el terreno del privilegio,
pero que igualmente son discriminadas y recuperadas dentro de los sectores del
poder. El poder necesita justamente integrar a la mujer al sistema, no requiere de
grupos sociales y políticos que lo cuestionen, impugnen ni menos que propongan
otro sistema.
En este punto, quiero destacar que el feminismo es una proposición que involucra
a todas y a todos los que construimos sociedad. Por lo tanto, nuestra pasión, desde el
feminismo autónomo, tiene una trascendencia que va más allá de arreglar contingentemente
los problemas de un grupo significativo que habitamos este planeta.
Pretender a estas alturas que el movimiento feminista sea un paraguas que nos
contenga a todas, es para mí una especie de omnipotencia que nos fuerza a estar
reunidas, donde las que sostienen el mango puedan hablar en nombre de todas. Es
aquí donde debemos hacer una línea divisoria entre las mujeres que, desde el
feminismo pretenden alcanzar una plataforma del poder institucional y las mujeres
feministas que intentamos desmontarlo.
Construir un Movimiento Feminista Autónomo, es una necesidad política, como
espacio de aprendizaje y de diferenciación, para descubrir nuestras complicidades,
visualizar nuestras esclavitudes y nuestros procesos creadores, proponiendo el cuestionamiento,
la formulación y la no pertenencia a los órdenes discursivos institucionales
que nos silencian. Ya que no hay política, ni estrategias ni conquistas que
podamos alcanzar, sin la existencia de un espacio feminista autónomo pensante,
actuante y en discusión.
Después del 7º Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, celebrado en
Cartagena, ya no se puede hablar de un solo feminismo latinoamericano, con
diferentes expresiones; hay que hablar de corrientes: feminismo autónomo,
feminismo instituciona lizado, ne o-feminismo, feminismo neoliberal, ecofeminismo,
entre otros, o sea, de vertientes de pensamiento, de sistemas de ideas con sus
respectivas expresiones más o menos orgánicas, con sus diversidades y diferencias.
Este encuentro marcó un cambio. Allí quedó claro que nadie tiene el derecho a
representar, hablar o negociar a nombre del Movimiento Feminista Latinoamericano
y del Caribe. Que al tomar la representación de las políticas del feminismo de este
continente, se está atropellando una parte importante del movimiento feminista y de
las mujeres en sus derechos más básicos. Se está negociando sin su conocimiento y
autorización.
En ningún otro espacio político se aceptan las cosas que en este movimiento
feminista amébico hemos aceptado, sin ninguna capacidad de asombro, ni de
reacción hasta el Encuentro de Carta gena, donde se expresó lo siguiente:
• Que al interior del movimiento se nieguen las representatividades y que en lo
público se hable a nombre de todas.
• Que al interior del movimiento se niegan los liderazgos para después aparecer en
lo público como líderes.
• Que nos representen sin haberlo decidido las representadas.
• Que mujeres que se dicen feministas pongan en práctica, políticas nunca
discutidas en el movimiento.
• Que usen el poder que han conseguido gracias al feminismo y a la lucha de las
mujeres para sus intereses y para invisibilizarnos.
• Que se confunda funcionarias pagadas de ONG’s con actuantes feministas.
• Que se usen espacios laborales, ONG’s, Institutos Estatales, Academia, etcétera,
como movimiento social donde se deciden políticas que afectan a todas las
mujeres.
• Que el poder económico externo intervenga en el diseño de las políticas
feministas latinoamericanas.
• Que mujeres que no son feministas tomen decisiones para y por el movimiento.
Para algunas de nosotras el movimiento feminista es el espacio público de nuestro
quehacer político, indispensable y necesario para completarnos como seres humanas;
para otras, es sólo un complemento secundario a sus creencias, sean estas políticas o
religiosas; y para otras, un lugar donde buscar afectos y espacios protegidos. Por
último están las mujeres que necesitan formar parte del poder que el sistema le
otorga al movimiento de mujeres. Estas múltiples maneras de ser feminista nos
diferencian.
Algunas de nosotras venimos planteando, desde fines de los 80, la necesidad de
profundizar en las diferentes corrientes, para así generar una discusión política y
teórica, única manera de salirnos de los discursos dema gógicos e incluyentes.
Durante el 7º Encuentro, como resultado de la proposición metodológica de la
Comisión orga nizadora, se constituyeron talleres de profun diza ción de las diferentes
corrientes. De esta manera se formó el taller de las feministas institucionales Agenda
autónoma radical, el taller Ni las unas, ni las otras y el taller de las Feministas
Autónomas. Esto fue un gesto de reconocimiento de las diferentes propuestas
políticas que coexisten dentro del Movimiento, y que fundamentalmente es lo que
viene sosteniendo el Movimiento Feminista Autónomo.
La invasión de territorios, la utilización del discurso, la negación de nuestra
existencia e historia política son hechos de violencia que las autónomas hemos
padecido; también lo es el uso discriminatorio de los medios de comunicación
feministas y el tráfico de influencias sobre el dinero que se ejerce en concomitancia
con el poder. La violencia es eso, no la denuncia de estos hechos. Es violento que
tomen nuestro discurso y lo acomoden para usarlo como un peldaño más de sus
alia nzas con el poder.
El feminismo es un lugar que ha producido diferentes miradas ideológicas,
filosóficas, económicas y políticas, no es propiedad de ningún grupo, es parte de
varias corrientes que el mismo movimiento ha generado. Capitalizar el feminismo en
un grupo, que además no construye movimiento y ni siquiera se lo propone, es
justamente salirse de lo que entendemos por él.
Al contrario de quienes se arrogan el hacer las políticas para mujeres y se alían
con el sistema sin discriminación, las autónoma s independientes creemos que
debemos buscar formas de hacer crecer nuestro movimiento, para que se convierta en
una fuerza social de cambio. A partir de un movimiento consciente y
responsablemente asumido, con pertenencia orgánica (actuancia), podremos hacer
verdaderas alianzas que no se contrapongan con nuestras políticas, nuestras
propuestas y que signifiquen avanzar realmente en el cambio que nos hemos
propuesto.
El Movimiento Feminista Autónomo es un espacio que se ha ido definiendo y
dibujando, hemos trabajado largamente en él. Nos hemos nombrado y significado
para hablar y representarnos. Es un lugar al que se elige libremente pertenecer y con
el que se adquiere el compromiso de asumir su historia y trayectoria
político-filosófica y hacer los cambios necesarios entre todas. Nuestro límite es que
si alguien tiene un proyecto político diferente, con distintas estrategias y objetivos,
consideramos que debe constituir su propio espacio político, legible claramente, con
el propósito de hacer sus políticas transparentes y sobre todo sin aprovecharse del
trabajo y la historia de otras feministas.
Es muy importante que nuestra imagen sea construida por nosotras mismas y no en
un contarnos, ni leernos desde otras, desde otros lugares culturales, ni desde otros
continentes, viendo lo que se quiere ver o invisibilizando lo que no conviene. Así,
cada feminista podrá ubicarnos y ubicarse libremente en alguna de estas corrientes
sin prejuicios. Esto es dar las informaciones necesarias para empezar a hacer política
de otra forma.
Éste fue el Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe más político que
hemos tenido. En primer lugar, porque dijimos lo que nos venía molestando desde
hace mucho tiempo. En segundo lugar, porque éramos muchas más de las que
creíamos, constatando que somos suficientes para ir construyendo un Movimiento
Feminista Autónomo Latinoamericano, desmontando el
romántico-amoroso- mentiroso de que el feminismo es uno, que no existen intereses
económicos y de poder en su interior, negación que produce fisuras infranqueables
entre las feministas. Por último, hemos logrado que a pesar del feminismo oficial, el
feminismo como propuesta civilizatoria aún mantenga la connotación de rebeldía
con la que se originó. Fue necesario plantear y visibilizar nuestras diferencias para
articular un avance, un gesto de movilidad, para no quedar estacionadas,
acumulando nudo sobre nudo, sin deshacer ninguno.
El Movimiento Feminista Autónomo Latinoamericano es un hecho histórico,
producido por mujeres que delimitaron su espacio en relación al movimiento
feminista, que contenía en su interior profundas contradicciones. Podemos y
debemos reconocer que las explicitaciones de sus estrategias y las críticas al
quehacer político de los grupos hegemónicos del movimiento feminis ta, ha sido un
trabajo de la mayor importancia para mantener vigente el proyecto feminista radical
y civilizatorio, desprendiéndose de las demandas al sistema con que se han marcado
las estrategias del feminismo.
El concepto político de autonomía no es ins tantáneo y no tiene que ver con la
precariedad de la idea de autonomía como fetiche contemporáneo de siglas. Es una
propuesta que no está en interlocución alguna con el sistema, ni con los grupos
demandantes de cambios al sistema. Demandar la resolución de necesidades de
visibilización o existencia no es más que legitimar y reacomodarse a la estructura de
la cultura masculinista en cualquiera de sus contingencias.
Es necesario ir marcando la autonomía y la independencia desde donde hablamos,
porque estamos tremendamente cruzadas por intereses políticos, que van desde la
contingencia partidaria hasta los intereses de grupos marginados que se adhieren al
Movimiento Feminista Autónomo, al mismo tiempo que las negociaciones y
transacciones con el sistema.
La doble militancia, hoy más que nunca, está actuando entre nosotras, es más sutil
y sumergida que cuando en nuestros inicios teníamos que discutir los límites con
mujeres militantes de partidos políticos o de diferentes religiones. Algunas de estas
dobles militancias existen y son explicitadas, otras están escondidas en la semipenumbra
del pensamiento de cada una. El proyecto feminista queda secundarizado
–como siempre– cuando aparecen estos otros intereses, que tienen el costo de
fragmentar el proyecto femin ista, sembrar la desconfianza y replicar la misoginia
que tanto bien le hace al sistema. La búsqueda de la autonomía, la inde pendencia y
la individuación parece inútil e inalcanzable.
Todo se pretende fundir de manera tal que nada queda visible, salvo el logos final,
borrando las alternativas, integrando las diferencias y los matices en una aparente
globalización. Fundir la política feminista autónoma latinoamericana con políticas
absolutamente ajenas, como son los intereses del feminismo institucional,
partidarios o de otros grupos marginados, pretendiendo una propuesta común por el
solo hecho de tener un cuestionamiento crítico ante la desigualdad, la discriminación
y la marginalidad, nos pierde de nuestros contenidos radicales, pues la gran mayoría
de los grupos marginados son reivindicativos, no proponen, ni pretenden un cambio
civilizatorio, por el contrario, buscan legitimarse e instalarse en el sistema. Si no
vemos esta divergencia política abismal, nuestros intereses se pierden en los de otros
grupos y los discursos se van tornando tan difusos, que no será posible una actuancia
autónoma feminista como espacio público/político, ni menos, aclarar nuestras
diferencias.
TERCERA PARTE
LESBIANISMO
INCIDENCIAS LÉSBICAS
O EL AMOR AL PROPIO REFLEJO
«Antes que existiera o pudiera existir cualquier clase de movimiento
feminista, existían las lesbianas, mujeres que amaban a otras mujeres,
que rehusaban cumplir con el comportamiento esperado de ellas, que
rehusaban definirse con relación a los hombres, aquellas mujeres,
nuestras antepasadas, millones, cuyos nombres no conocemos, fueron
torturadas y quemadas como brujas.»
Adrienne Rich
Las mujeres hemos sostenido largas luchas externas e internas con nuestras
capacidades, de querer ser actuantes de nuestros deseos, de entendernos como
mujeres individual y colectivamente. Nuestros diálogos fundamentalmente han sido
de feminidad a feminida d, es decir, siempre dentro del marco de la construcción
simbólica patriarcal que han hecho de nosotras, de este deber ser como personas y de
nuestros cuerpos. El diálogo mujer/mujer está aún pendiente , pues el único diálogo
que existe hasta ahora, que ha ce memoria y que trasciende la historia, es el
femenino/femenina. La mujer como sujeto pensante y político permanece en las
sombras. En este diálogo prima la ajenidad, es un diálogo del otro, basado en el
acondicionamiento al amor patriarcal y no en la legitimación entre mujeres como
conjunto pensante. Más aún, dentro de la construcción del amatorio hemos sido
separadas, mientras que los hombres consolidan su cultura legitimándose,
admirándose y amándose entre ellos.
Hemos tenido que declararnos medio tontas para existir y permanecer en el prado
marcado y señalizado de la feminidad, lo que tiene más trascendencia de lo que a
primera vista parece. Treta de sobrevivencia, que tiene el precio de nuestra
dimensión humana, pensante y actuante, en perjuicio de que el diálogo mujer/mujer
siempre sea postergado por los intereses prácticos que se funcionalizan a los de la
cultura vigente, y que jamás desde ese sitio serán generadores de otra cultura, ya que
los intereses de las mujeres no tienen nada que ver con los intereses de la feminidad.
Debemos tener claro que la feminidad es una construcción organizada dentro de la
masculinidad y en función de ella.
Mientras no seamos capaces de interrogar el diseño que han hecho otros de
nuestro pensamiento, de nuestra forma de entender la vida y su trascendencia, de
crear otros modelos, de abrir la atracción entre mujeres, de abrir la necesidad de
entrar en diálogos con una otra igual, no nos amaremos a nosotras mismas, no nos
amaremos como mujeres y, fundamentalmente, no nos respetaremos como género y
como especie.
Al interrogar el diseño que han hecho de nosotras, recién comenzaremos a ser
sujetos actuantes, a desconstruir la misoginia –con una misma y con las otras–. Sin
esta condición básica sólo seremos invitadas, convidadas a un sistema que piensa por
nosotras, que se erotiza con nuestros cuerpos y no con nuestro pensamiento.
Estaremos siempre un poco fuera, fuera del mundo, fuera de la cultura, fuera de la
política y fuera de nuestro propio cuerpo, cayendo fácilmente en los procesos
esquizofrénicos de esta sociedad.
Las mujeres que se declaran profundamente heterosexuales, que divinizan el
cuerpo masculino, como cuerpo simbólico que necesitan y adoran, y que, sin
embargo, es el que las menosprecia, el que las ha sometido a la secundaridad de la
especie humana, ha hecho posible la permanencia y omnipotencia de la masculinidad,
manteniéndonos en esta extranjería sobre nuestro propio cuerpo. Sin embargo, existe
una memoria velada de nosotras, que forma parte de nuestra historia, aunque se
encuentre subsumida en la historia de la «feminidad» y que es muy difícil de
desentrañar, justamente por la ajenidad a la que hemos sido sometidas, un deseo que
podríamos asociar a la pasión más que al amor, a la solidaridad o a la amista d, este
deseo de aprender/aprendernos, de conocernos, de descubrirnos, nos moviliza para
iniciar el tránsito de recuperación de nosotras y de nuestra verdadera historia.
Desde el lugar de la pasión, quién sabe, sea posible entendernos y entender las
cosas que nos pasan como mujeres/entre mujeres. Desde la feminidad construida es
muy difícil entender esta pasión, pues la memoria ha sido borrada y no se la deja
circular, porque indiscutiblemente el sistema instala la feminidad misógina, que
propone el odio hacia nosotras mismas, aunque algunas veces nos eroticemos en este
espacio. Por esto, cuando nos erotizamos dentro del espacio significado de la
feminidad, quedamos estacionadas, sólo cambiamos el cuerpo de la erótica, el
cuerpo del deseo.
Esta memoria de pasiones existe entre nosotras, tenemos que encontrarla y
significarla en el tiempo, registrarla y hacerla salir del lugar de la nada. La
masculinidad tiene una especial preocupación de invisibilizar y eliminar la memoria
de nuestros cuerpos, porque allí radica su vigencia, en este gesto amnésico
constituye su poder. Es nuestra responsabilidad y nuestro desafío, entender y
reconstruir esta dimensión del deseo/pasión/de conocer/nos. Es más, toda mujer
conserva esta memoria/inme moriada y su forma de relacionarse con otra mujer está
traspasada por este contenido.
Nada podría proponerse desde el feminismo y, en especial, desde el feminismo
radical, que no pase por recuperar y reconstruir esta otra historia de mujeres.
En todo ser humano existe la potencialidad de traspasar los límites culturales de
la heterosexualidad. Sólo si aceptamos esta potencialidad podremos deshacernos de
los prejuicios contra las lesbianas y homosexuales. Me atrevería a afirmar que más
allá de romper con los prejuicios, asumiendo esta potencialidad móvil de la erótica,
es necesario empezar a limpiarnos de la misoginia del sistema, que no es el mismo
ejercicio que ejecutan los hombres, ni aún los hombres homosexuales, pues ellos
siempre se han amado y armado misógina mente, estén donde estén.
Siempre contamos con una amiga íntima, una otra que nos contiene, una aliada, y
es con esa otra con quien se cruzan nuestros pequeños incidentes lésbicos negados.
Esta negación se enraiza en la sensación de terror de descubrirse pensando o
sintiendo el traspaso del límite de lo permitido, sustentado en la formación de los
modelos de la erótica y la ética/moral establecidos. La mujer se paraliza ante la
sanción inminente del sistema, se niega a sí misma, para no ser negada dos veces: una
por ser mujer y la segunda por ser lesbiana. Las que rehúsan cumplir con el
comportamiento esperado, son las minorías rebeldes que nos hacen valientes, que
transitan y asumen el lesbianismo y se abren a comprenderlo rompiendo el círculo
siniestro de la culpa y el miedo c on que nos han socializado. El miedo al lesbianismo
es uno de los miedos importantes que ha inventado la sociedad, no es inocente, ha
sido uno de los mejores diseños y adies tramientos inmovilizadores para las mujeres.
Aunque el lesbianismo no se practique como erótica, la memoria que tenemos de este
gesto amatorio sancionado, instala, a través de su negación, la desconfianza entre las
mujeres.
Una gran parte de los problemas que tenemos para hacer amistad entre mujeres
pasa por esta pasión/deseo de conocernos, no reconocida, ni aceptada aún en los
niveles más recónditos de nuestra conciencia, que llega a profundidades
insospechadas.
Pasión/deseo que al ser constantemente postergado, se transforma en rechazos,
traiciones y odios fuera de la razón y el tiempo, pues es la otra la detonadora de esta
pasión sancionada, la culpable : la Eva tentadora del mal, que hace caer al hombre y
que, esta vez, nos hace caer a nosotras, la Eva nuestra.
Es difícil construir una amistad que no esté prejuiciada y permeada por la
prohibición misógina de amarnos, ¿qué memorias no recordadas arrastramos?, ¿qué
historias de sensaciones de quemas y pérdidas traemos por querernos?, ¿qué
mandatos al fin de odiarnos, sin siquiera entender lo que nos pasa? Sin embargo, qué
cómodas nos sentimos estando entre mujeres.
Cómo querernos de otra manera, sin los roles, sin las inseguridades, las demandas
de propiedad/fidelidad, sin el drama, el tango, el bolero, el secreto, sin traicionarnos
constantemente. Es precisamente en este espacio amoroso donde podemos reinventar
otras formas de amor, este otro amor, éste sospechado desde otra cultura, donde nos
sepamos mujeres pensantes y no inventadas por otros, donde rediseñar otras formas
de convivencias entre seres humanas, que no sea la pareja del dominio. Como el
modelo amatorio es masculinista en esencia, la construcción de la pareja está pa -
triarcalizada en el dominio, expresándose en la construcción convencional del
amor-parejil, romántico y pegajoso, que arma esta escasez de amor, en el discurso
del amor único, de a dos, en pareja y para siempre, que finalmente mata los amores,
por culposos o de tanto amor, que instala el dolor más que el amor. La escasez, no la
abundancia. El encarcelamiento y no la libertad. Una muere siempre de alguno de
estos males: duelen lo mismo, matan lo mismo.
La estética y la construcción del amor patriarcal están contenidos en la idea y la
visión de la esclava, la dominada, la depositaria del deseo, la continuadora del linaje,
la guardiana de sus intereses, la custodiadora de su poder y de los valores que lo
sostienen. Debemos desconstruir la estética de la esclava y ver el sometimiento, el
maltrato, la secundaridad como una expresión final de las relaciones humanas, donde
comienzan las transgresiones. Asimismo, continúan siendo una minoría las mujeres
que ya no soportan el maltrato físico, debemos llegar a no soportar el maltrato
cultural, que no ha cambiado y que sólo ha afinado esta visión estética de
dominación, implicada y retorcida en la feminidad.
La ética de la le sbos debería contener una propuesta de horizontalidad, porque
sólo en ese plano suceden los intercambios de sujeto a sujeto. Espacio amoroso que
debemos dibujar, reinventar y narrar, para construir un saber amar otro, que nos
acumule en sociedad de otra manera. Debemos tener cuidado de no readecuar la
pareja, creyendo que inventamos otro modelo, esto no sería más que un rea comodo al
mismo fango patriarcal. La cultura vigente nos hace creer que somos diferentes, que
nuestras construcciones de pareja son ún icas y exclusivas, al mismo tiempo que nos
sumerge en sus costumbres y valores, haciendo que todos, de una u otra manera,
repitamos el mismo molde.
Reinventar las relaciones conlleva el hecho de repensarnos como sujetos
culturales, repensar nuestras formas de relacionarnos, repensar nuestros conceptos
parejiles, que tienen una norma –si es que podemos hablar de normas–, que es no
engañarnos a nosotras mismas. Cuando hablo de engañar, no hablo de fidelidades,
sino de no disfrazar nada, de no esconder nada, ni protegernos ni proteger a otros.
Todo ello tiene una dosis grande de valentía, del riesgo de asumirse sin protecciones
propias ni ajenas; contiene a una descubridora, una aventurera, para la que nada es
intocable e incuestionable, nada es sagrado. Este gesto tiene un objetivo claro y
profundo, hacer a las personas expresadas, libres y más humanas, lo que no se debe
confundir con hacerse la buena, porque generalmente alude al revés de la moral
sacrificada. El buenismo amortigua, esconde, niega, se arma de sde el sacrificio y la
hipocresía del romanticismo, se acuna en la autoflagelación... y a estas alturas del
cuento, muchas ya sabemos lo difícil y doloroso que es no contar finalmente el
cuento , cuando tenemos otro cuento.
Si no reestructuramos, rediseñamos, rehumanizamos y repensamos el espacio
lésbico, terminaremos por caer en la exaltación patriarcal del romántico amoroso
sentimental donde creemos estar a salvo de la traición de los hombres, exaltando la
feminidad/feminidad: el amor sin límites de la irracionalidad, el amor sentimental,
sacrificado, bueno, incuestionable, maternal, sagrado, el amor en sí mismo como
contenido de honestidad y de intereses comunes, que no se piensa, como si no tuviera
una persona responsable detrás, con sus valores, su cultura, sus proposiciones de
vida, su biografía. Es precisamente aquí donde el patriarcado tiende su trampa, pues
la transgresión no radica en traspasar el límite demarcado de la erótica establecida,
sino en pensar dicha transgresión, en diseñar estrategias políticas para que tal
transgresión no sea, como todas, recuperada.
Si no repensamos la pareja como la base del clan familiar masculinista , en que se
sistematiza esta sociedad y donde se aprende el poder sobre las personas y la
pertenencia como propiedad privada, seguiremos repitiendo el modelo: casarnos,
legitimarnos ante el sistema, tener hijos y, si no los tenemos, suplirlos con gatos o
perros, que serán cuidados como si fuesen niños. En fin, la cadena no se detiene en
establecer las imitaciones de la familia, la familia de mentira, que es peor que la
familia de la consanguinidad. No estoy diciendo que no haya que querer a los niños
o a los animales, sino que no se los debe usar como suplentes, ni confundirlos tan
fácilmente como los confunde esta cultura : tratando a los niños como animales y a
los animales como niños, sin respetar a ninguno finalmente.
La pareja existe, porque existe la lógica del dominio. En esta lógica se ejercita la
cultura masculinista, de ahí el tópico de «en el amor y en la guerra todo se vale»:
servicio secreto, cautivos, rehenes, estrategias, asaltos, traiciones, planificación de
ataque, inmolaciones, derrotas, victorias, etcétera. Estas maniobras se disfrazan en
la guerra tras el halo heroico salvador, mientras que en el plano amoroso son
pintadas como novela rosa.
Esta cultura no entiende, ni construye seres libres y autónomos, por el contrario,
los confunde, los hace carentes, de tal manera que tienen que completarse en
otro/otra, del cual depende y que lo construye socialmente. Una persona sin
necesidad de completarse está en desventaja ante el sistema, pero, al mismo tiempo,
está en completa ventaja hacia sí misma , cuenta con el poder de diseñar su vida en
libertad. El sistema sanciona los gestos liber tarios que atentan contra el orden de la
estructura social, dado que está pensado para seres carentes, que se pueden manejar.
Un ser libertario, en cambio, es inmanipulable, infana t izable. La estructura social
está ideada para sujetos estancos, creyentes de esta cultura, que hacen inamovibles
los cambios que necesitamos para crear una cultura más horizontal y respetuosa.
Muy distinto es hablar de la libertad de estar, amar y transitar acompañado con un
otro/otra, que esta cio narse en una pareja patriarcalizada con la proyección de por
vida, repitiendo el modelo de la propiedad privada.
La pareja (matrimonio) se arma de tal manera que uno tiene el poder y el otro el
contrapoder, roles que se invierten t emporalmente, pero que fijan a los individuos en
la ambición de dominio, emborrachándoles la vida en el juego de detentar un
pequeño poder. Asimismo, cautiva a las personas con el mandato de la seguridad que
proporciona la fidelidad = vigilancia, con lo cual esta construcción basada en el
amor sistémico, termina por encerrar al amor y matarlo.
A pesar de que esta construcción amorosa no la inventamos las mujeres, somos las
más atrapadas en ella, ya que instala a nuestros propios guardianes de la feminidad,
a los que rendir cuentas, a los que explicarle: por qué miraste, por qué no llegaste,
por qué pensaste, por qué te vas, por qué volviste, por qué soñaste, por qué gritaste,
por qué te rebelaste.
Otros modos, otros ensayos de convivencias son invisibilizados y castigados,
pues el sistema está siempre vigilante y temeroso de su potencial derrumbe.
Como lesbianas, tenemos una historia ges tual y política de vida que va más allá
del relato amoroso. Sumergirse en una pareja ya significada tiene tantos costos,
costos de vidas enteras, como salirse de las actuales formas de amar con sus
fidelidades y lealtades. No hay modelos, no hay registro, no hay rastro, a pesar de
haber muchos ensayos silenciados, no tenemos idea de cómo hacerlo. Con tantas
inseguridades, carencias y miedos con que nos socializan, vivimos sufriendo, porque
solamente sumergidas en el drama sentimos que amamos, que vivimos y morimos al
mismo tiempo. El drama carece de reflexión y he aquí uno más de los gestos que nos
someten y nos recuperan.
Para que el sistema y su engranaje de relaciones funcione, debe existir una
propietaria o propietario, una depositaria del sacrificio de entregarnos. Insisto en
que el sacrificio es una trampa y hasta que no descubramos lo tramposo que es esta
forma de amar sufriente, seguiremos permeadas del sacrificio de unos por otros… y
no estaremos saliendo de toda la hipocresía antagónica del sistema. No necesitamos
ser mártires, ni creer en cruces para construir el respeto de lo humano, pues
recreando parejas sacrific adas, no se construye ningún respeto y esto sí es un gesto
político.
Romper nuestras necesidades tan profundamente inscritas con argumentos
culturales y biologistas de complementaridad, han llevado a entender el amor
solamente en su dimensión reproductora, protectora y cuidadora de la pareja
heterosexual, tan funcional a un sistema capitalista y neoliberal que necesita del
ordenamiento de poseer.
La pareja lésbica debiera romper esta construcción cultural, pero se enreda, se
confunde: por un lado, se mantiene en un medio totalmente hostil que hace que se
unan, se protejan, se encierren entre sí como una condición de sobrevivencia y, por
otro, al salirnos de la estructura de amor reproductivo y de dominio, tomamos el
discurso del romántico amoroso sentimental. El hombre, infiel por naturaleza, ya no
es requerido en el juego amoroso, por lo tanto, si nos juntamos dos mujeres que
somos las fieles por naturaleza, las que sí sabemos amar, las que amamos sin límites,
traducimos estas fidelidades en clausuras, se la ahorramos al sistema. Nos clausuramos,
nos sistematizamos, nos ordenamos en pareja y nos perdemos como personas
individuales, simbiotizándonos con la otra en un gesto sia mésico. Todas las
alternativas de libertad, de amor, de vida y de eros quedan cerradas, pues el amor es
uno de los lugares de expresión más directo del poder, por lo que está siempre en
crisis y cada cierto tiempo volverá a aparecer en el horizonte de nuestra
individualidad la necesidad de otros eros, otros despertares corporales, otr os deseos
de libertad.
La pareja ya significada, hace perder no sólo el amor, sino el deseo de aventura,
de aventurarse en otros seres, de aventurarse a inventar nuevas sociedades, nuevas
culturas, nuevas formas de relación. Clausura aquel anhelo de libe rtad y es,
justamente allí, donde aparecen los seres rotos por dentro y por fuera, toda esa
cantidad de seres humanos que no están vigentes, pues depositaron en otro/a toda su
capacidad erótica, amorosa, creativa, para transformarse en seres amputados. Esto
que pareciera pertenecer exclusivamente al mundo del amor, al mundo privado, es la
representación del mundo concreto, político, de la vida cotidiana que construimos
como sociedad.
¿A quién le estamos entregando el poder sobre nosotras? ¿Cuánto tiempo en la
historia respondimos a la familia?, que es la que juzga, mal ama y finalmente nos
instala en una sociedad a su imagen y semejanza. ¿Cómo vivir nuestros amores y
desamores de tal manera que sean una propuesta de respeto humano y de libertad,
más allá de las protecciones y de los sacrificios de los moldes de la propiedad y
fidelidad masculinista?
Cuando podamos retomar la narración propia de la sexualidad de las mujeres y de
la sexualidad lésbica, no el lenguaje de la negación que hemos tenido hasta ahora , no
el lenguaje de la sexualidad legitimada y profesionalizada, hoy tan de moda,
resguardada constantemente en sacralidades, podremos limpiar este espacio lleno de
tópicos, de romanticismo sadoma soquista y lograr que sea diferente.
El amor no es uno solo en la vida, no nace por generación espontánea, existe un
hilar de amores que se van engarzando en el tiempo. Cada uno tiene un sentido, cada
uno trae una propuesta y en cada uno va quedando un pendiente. Todos los
pendientes, acumulados, reservados en el tiempo aparecen reales y concretos en el
amor presente y, éste último, va a constituir otro pendiente en el futuro. El amor no
es uno solo ni muere en un accidente en la esquina, es un ejercicio constante, aparece
como aparecen los seres humanos –diferentes, nos provocan nuevos desafíos de
entendernos, nuevos desafíos de rediseñarnos y sanarnos del maltrato cultural y
comprender que hay múltiples maneras de entender el compromiso hacia otra
persona. Este compromiso sólo puede ser el cuidar lo más que se pueda del
sentimiento, que una vez que empieza, también empieza a desaparecer, como todo en
la vida, tiene un inicio, un tiempo y un término.
Sé que los sueños, los amores y las libertades que no se viven, se mueren dentro…
te pudren, te matan poco a poco, mira cómo está este mundo sin sueños, sin amores,
sin libertades, muriendo.
Debemos tener claro que la masculinidad empoderada, empodera a todos los
varones, también a los homosexuales. En todos los momentos de exaltación de la
masculinidad a lo largo de la historia, han aparecido grupos homosexuales varones
más o menos legitimados en la semipenumbra del poder, por ello es fundamental
desentrañar todos los espacios legitimados en la semipenumbra del poder. No quiero
decir que los homosexuales varones no sean perseguidos, sino que gozan de ciertos
beneficios de los que no gozan las lesbianas. El empoderamiento de los varones es tal,
que incluso el discurso de la feminidad es tomado por travestis, transexuales y
homosexuales, reinstalando la más tópica y re trógrada de las feminidades, la que
hemos tratado de combatir desde el feminismo radical.
La lesbo -homosexualidad tiene la potencialidad de aproximación a un cambio
cultural más profundo, que no se corresponde al del movimiento homosexual
masculino, donde las políticas y el discurso están definidos por los varones
masculinistas homosexuales y en los cuales se repite la invisibilización que hemos
sufrido las mujeres siempre y, por lo tanto, no lograrán crear una propuesta
transformadora. Lo que transforma a la sociedad es una visión crítica a los valores
de la masculinidad y sus instituciones y esta reflexión no la hacen los hombres por
razones obvias, ése es su lugar de poder e identidad.
La dimensión política lé sbica no es la misma que la del mundo homosexual varón.
Aunque estos últimos rompan con el estereotipo de la heterosexualidad, dejan
intactos los valores que sostienen a la masculinidad. No cuestionan el sistema de
dominio que hace posible el racismo, el sexismo, el clasismo, el derechismo y, por
consiguiente, la homofobia del sistema, alimentando de una manera contradictoria,
su propia discriminación.
Repensar nuestras formas políticas de relacionarnos es fundamental para no
suplicarle al mismo sistema que nos deslegitima, que nos legitime, haciéndolo
doblemente poderoso. Cuando hablamos de sistema, estamos hablando desde el
núcleo familiar hasta las instituciones, constituidos por seres de carne y hueso. Es
aquí donde perdemos el rumbo y donde perdemos el poder, porque no puede existir
una modificación del sistema hacia nosotras, sin que exista a su vez un
acomodamiento de nosotras al sistema . Por ello, más allá del derecho de igualdad y
la vocación de cada una, creo que hay que repensar la vigencia del matrimonio, que
es una institución tan masculinista como los ejércitos. Tenemos que separar aguas
con quienes quieran darle continuidad a un sistema injusto, arbitrario, racista,
sexista, basado en la propiedad privada de los seres humanos y en la supremacía del
hombre y su cultura depredadora.
Un movimiento lesbico- político-civilizatorio, repiensa todos los elementos que
trenzan el sistema, desde ese lugar diseña sus estrategias políticas. No puede
entregar su reflexión a otros grupos marginados, ya que lo único que nos une es la
marginación. No tenemos los mismos intereses políticos que los ecologistas, los gay,
o los travestis (quienes han retomado y reins talado el discurso de la feminidad), ni
tampoco con los diferentes proyectos de los partidos políticos, ni menos con las
iglesias. Todas estas instituciones están construidas del mismo modo, todas juntas
sostienen la estructura de la masculi nidad. No podemos negarnos a ver que el sistema
masculinista es un gran rompecabezas donde las piezas que no encaja n, que atentan
contra la estructura total, son eliminadas.
Sin repensar un movimiento lésbico, político y civilizatorio, no podremos
desarticular el sistema. Sin una mirada crítica, no sabremos si es desde dentro del
propio movimiento lésbico que estamos traicionando nuestras políticas y nuestras
potencialidades civilizatorias. ¿Qué costos ha tenido esta sucesión de ruegos a la
maquinaria masculinista para que nos acepte y nos legitime? Estruc turalmente es
imposible, pues si nos legitima sin recuperarnos, se desarma.
El análisis de la realidad desde la cultura vigente y sus propuestas, no es posible
para nosotras, ya que es un lugar donde nunca estu vimos, ni estaremos ni nos
pertenece como análisis. Debemos revisar cuidadosamente la necesidad de
adherirnos a cualquier análisis o propuesta de cambio que no provenga desde
nosotras mismas, que no recupere nuestras reflexiones, nuestra historia política,
nuestra biografía y todo lo que han escrito y pensado las mujeres a lo largo de siglos,
para no seguir repitiendo una y otra vez estrategias fracasadas.
Pensamos que el acceso de las mujeres a la cultura la modificaría, sin embargo, los
cambios de las buenas costumbres modernas han sido sólo superficiales. Esta trampa
nos ha atrapado ya demasiadas veces, podemos hacer alianzas circunstanciales, pero
no dejar que nuestro discurso sea tomado por otros, manipulado por otros y despolitizado
por otros.
Al sentirnos tan fuera del sistema, nos baja la nostalgia de legitimidad que nos
pierde y traiciona. Terminamos por querer estar en el centro mismo del poder,
cuando el desafío político pasa justamente por no colaborar con el sistema, ni
funcionalizarnos para sostenerlo. Para esto necesitamos un espacio político a solas,
donde crear con independencia, un lugar de experimentación y de estudio donde no
nos sigan quemando en las plazas públicas. No basta ser mujer, no basta ser
feminista, ni basta ser lesbiana para esbozar la idea de otra cultura, hay que situarse
fuera y hurgar hasta el último rincón de la masculinidad para poder descons truirla.
Hay un límite ético y político con nosotras mismas y nuestro cuerpo. Dejar las
cosas como están, ya no es posible, no existe esa realidad para nosotras.
LESBIANISMO: UN LUGAR
DE FRONTERA
La historia de la especie humana está demarcada con cuerpos sexuados diferentes,
cuerpo- mujer/cuerpo-hombre. Sobre estos cuerpos se construye todo un sistema de
significaciones, valores, símbolos, usos y costumbres que normalizan no sólo
nuestros cuerpos, sino la sexualidad y, por ende, nuestras vidas, delimitándonos
exclusivamente al modelo de la heterosexualidad reproductiva.
La reducció n de la sexualidad al espacio reproductivo es fundamental para
declarar al cuerpo como objeto para ser dominado, en contrapunto a lo superior: la
mente y el espíritu. El hombre superior es aquel que domina su cuerpo, y para el cual
el cuerpo es algo molest o pero inevitable. El corte conflicto entre cuerpo y mente es
una de las zonas donde se experimenta el dominio, donde se instala la construcción
de las carencias y se asignan las capacidades. El crear, pensar, organizar y elaborar
valores, es lo que se def ine como masculino y traduce a su cuerpo en lugar de
entrenamiento y desarrollo para el dominio, tal como piensa sus cuerpos culturales
(academia, instituciones deportivas, ejércitos, iglesias, etcétera). Cuerpos que se
recuperan, se legitiman y admiran de ntro de la cultura masculinista.
El cuerpo mujer, por el contrario, es un cuerpo subordinado a su función
reproductora. Reducido a sujeto instintivo y/o a objeto de placer, anulado como
sujeto pensante, gracias a esta operación cultural de cuerpo supeditado al dominio.
Estos son algunos de los signos con que se construyen las ideas de feminidad y
donde la mujer pierde automáticamente la autonomía e independencia, para formar
parte de una masculinidad que nos piensa y diseña nuestra subordinación en todos
los ámbitos de la cultura, subordinación que es mucho más sutil y profunda de lo que
aparentemente pudiéramos apreciar.
La cultura contemporánea no ha hecho sino afinar la sumisión y desligitimación
de las mujeres, éste ha sido el hecho fundacional del patr iarcado que se extiende y
perfecciona en la cultura masculinista contemporánea, aunque haga el juego de
apariencias democráticas e igualitarias. Detrás, existe una historia de represión
donde las mujeres han sido desprovistas de la palabra y de proyectos políticos, lo que
hace imposible salirse del lugar asignado. Es en este lugar simbólico donde se usa la
sexualidad como un acto de apropiación que conlleva la dominación como idea de
construcción cultural.
Para que todo este engranaje de significaciones ope re, la historia de las mujeres ha
sido focalizada en el ejercicio de amar sobre el pensar. El amor adquiere una
dimensión invasiva y prioritaria, correspondiendo de esta manera al mandato
cultural: las mujeres aman y los hombres piensan. En este espacio amoroso
subordinado, las mujeres ejercen sus pequeños poderes, sus resistencias, sus tretas,
sus influencias; único espacio de poder relativo que les pertenece.
Contradictoriamente no somos las mujeres las amadas por la cultura, sino más bien,
las deseadas, poseídas y temidas. Son los hombres los amados, tanto por las mujeres
como por los propios hombres, construyendo así una cultura misógina que ama a los
hombres y desprecia a las mujeres.
Se podría desprender entonces, que las mujeres que aman a mujeres, es decir, las
lesbianas, no sólo transgreden este mandato histórico de subordinación a lo
masculino, sino que, al mismo tiempo, poseen la potencialidad de sanarse de la
propia misoginia para resimbolizarse, no en función de otros, sino de sí mismas. Esta
socialización contiene una trampa muy potente, pues cuando amamos a una mujer
dentro del orden simbólico masculi nista, nos transformamos en sujetos doblemente
focalizados hacia el amor, atrapados en los mismos espacios que nos enajenaron de
la historia de la humanidad. Dicha erótica contiene la ruptura de los limites de lo
femenino y la resistencia al proyecto heterosexual establecido, rompiendo no sólo la
misoginia, sino fundamentalmente la fidelidad de amor hacia los hombres.
Los modelos eróticos con que somos socializadas van construyendo y
reconstruyendo la simbólica de lo femenino desde los poderes culturales, que son
reforzados permanentemente por la iconografía de los medios de comunicación y de
grupos culturales que, aunque, aparentemente tengan una posición permisiva o
cuestionadora de la sexualidad o de la libertad, en lo medular siguen sosteniendo los
viejos valores de la masculinidad.
Para cambiar estos valores se requiere necesariamente de un proceso político
cultural civilizatorio que cuestione en lo más profundo los viejos estereotipos de la
sociedad patriarcal, que sigue totalmente vigente, aunque se haya travestido de una
seudo igualdad en esta masculinidad moderna.
El lesbianismo corresponde a un pensamiento historico- político que tiene
características propias y que no son comparables, ni semejantes a la experiencia de
las mujeres heterosexuales, aunque como mujeres seamos igualmente
desvalorizadas.
La especificidad de la problemática de las lesbianas –a medida que el mundo
homosexual ha adquirido más visibilidad– queda sumida en una lectura homosexual
generalizada, donde priman de la misma manera que en la heterosexualidad, los
intereses masculinos de un trato igualitario que no nos contiene.
Las feministas radicales y las feministas lesbianas sabemos que con leyes
igualitarias no se arreglan nuestros problemas, ni se derrumba la feminidad como
construcción cultural, por el contrario, la masculinidad sólo suma a su cultura a los
discriminados útiles, allí radica su juego de diversidad.
La aspiración de igualdad que tiene el movimiento homosexual, corresponde a la
nostalgia de haber formado parte de lo establecido y de compartir espacios de poder
político y económico con el resto de los hombres. Siempre han formado parte del
colectivo va rón que tiene el poder.
La cultura que produce el mundo homosexual masculino está tanto o más
impregnada de misoginia que la heterosexual. Ha sido usada por la cultura neoliberal
masculinista para atrapar a las mujeres más que nunca en la secundaridad y la
revalorización de objeto útil. El travestido no es otra cosa que la caracterización de
la tonta femenina subordinada a los deseos y maltratos de la masculinidad.
Creo que la comunidad homosexual debiera repensar estos tics conservadores y el
deseo de acceder a un sistema que los reprueba y persigue. Ya que sin entender la
complejidad de la cultura masculinista en la que vivimos y lo funcionales que
podemos llegar a ser, es difícil que nuestra opción sexual tenga una dimensión
política que altere el sistema. Poco tenemos que hacer con los varones homosexuales,
ellos no tienen nuestras experiencias corporales, históricas, ni biográficas de
maltrato y sumisión, no son discriminados por sus cuerpos, sino por sus opciones.
Forman parte de esta cultura, la reafirman y marcan constantemente.
La lesbo-homosexualidad se piensa desde un lugar fronterizo, entre la
homosexualidad y la heterosexua lidad, no forma parte de ninguno de estos dos
modelos, aunque contenga algunos de sus tics culturales. Históricamente el
pensamiento lesbiano ha sido un lugar de escondite y de exposición de un proyecto
distinto de sociedad, donde no se necesita de la tolerancia de los poderes económicos,
religiosos, culturales y políticos para existir.
CUARTA PARTE
OTRO PENSAR
OTRO IMAGINARIO, OTRA LÓGICA
Si bien es cierto que el ecosistema del cuerpo mujer nos informa respecto de la
ciclicidad de nuestra vida y de la vida, esta lógica cíclica no ha sido incorporada
jamás a la cultura, pues la cultura se encuentra atrapada entre el nacer y el morir, al
modo del cuerpo varón. Es precisamente esta diferencia en las experiencias
corporales la que produce lógicas distintas. Si agregamos que la feminidad es una
construcción ideada desde un cuerpo varón estático, lineal e impositivo y no desde
un cuerpo cíclico que es el que nos corresponde, resulta obvio entonces que
formemos parte de la ajenidad de la cultura masculinista, contamos con esa
extranjería, que produce el estar representadas por otros. Son tan necesarios los
lugares donde las mujeres podamos ir construyendo nuestra propia lógica, nuestra
propia cultura, nuestra propia simbología, para erigir una cultura en horizontalidad
con este otro cuerpo.
Me parece inútil seguir pensando que somos marginales a la cultura, pues la
marginalidad siempre ha sido parte del sistema. Para poder crear pensamiento libre
hay que situarse desde un lugar externo, ni de borde, ni de margen, sino más bien de
fuera para tener una perspectiva de lo que sucede dentro de esta cultura. Contamos
con ese desparpajo de no necesitar una conexión con una cultura que no es producto
nuestro, en la que no gozamos de ningún privilegio y no admiramos, por el contrario,
no la necesitamos para sentirnos libres y parte del mundo.
Los movimientos sociales han sido una de mis principales preocupaciones. Cómo
rediseñarlos para sacarlos del espacio de marginalidad y colocarlos en un lugar
exterior a la cultura vigente, para que reemplacen el pensamiento y producción
cultural masculinista, desde donde se elabore y se ejercite la idea de un nuevo
sistema civilizatorio.
Históricamente la humanidad ha buscado lugares desde donde pensarse y elaborar
pensamiento, que se han ido jerarquizando y finalmente inst itucionalizando, para
terminar siendo funcionales a las instituciones en su producción de pensamiento.
Sin embargo, ha existido siempre el deseo y la necesidad humana de tener un lugar
desde donde pensarse libremente como humanidad y cuando estos espacios se
institucionalizan, se rearman otros intentos menos sistematizados. En las
universidades históricamente se generaba pensamiento y cultura, pero una vez que
comenzaron a institucionalizarse las aulas, también comenzaron a instituciona -
lizarse sus pasillos . Dejaron de ser lugares en que se generaba pensamiento, para ser
un negocio de profesionalizaciones y experticidades que desle gitiman todo
pensamiento que no surja de ellas. Incluso sistematizan todos los otros pensamientos
reduciéndolos a la producció n de problemáticas contingentes y debates útiles para el
sistema.
La marginalidad ya no sirve como lugar de reflexión, ha sido tomada y vaciada por
la globalización del neoliberalismo. Aunque se encuentre al borde del sistema, está
impregnada de sus deseos . La crítica al sistema desde la marginalidad siempre va a
ser funcional, porque este no funciona sin una margina lidad reclamadora.
Las culturas se tejen de acuerdo a sus modos de relación y en interlocución con
otros, que buscan la potencialidad de un encuentro posible, desde un conocimiento
claro, profundo y honesto de movilidad para no convertirnos en estancos reclamones
marginales.
Este lugar móvil, de elaboración de pensamiento y éticas, externo a la cultura, no
está apelando en ningún momento al sentido común instalado, sino, por el contrario,
su pretensión radica en abandonarlo completamente como diseño cultural, lo que,
por un lado, tiene costos cotidianos, de vida y de relaciones, pero que, por otro, trae
cambios en la calidad de las relaciones, en la búsqueda de otras potencialidades de
libertad que ni siquiera sospechamos. Esta es la aventura de lo humano.
Las mujeres podemos crear, a través de la concepción de un cuerpo cíclico, una
lógica abierta, multidireccional, no jerarquizada respecto de la lógica de dominio y,
por tanto, no excluyente, sino más bien con un poder que –aunque difícil de
imaginar– esté desprovisto de dominio, me refiero al poder de la libertad, la creación,
el pensamiento no subordinado. A pesar de que en esta cultura de dominio existen
poderes con estas características, su lógica debe ser modificada, ya que es ésta la que
los pervierte. Todo no, contiene un sí, como sostiene Camus, y esto alude a la
capacidad humana pensante que puede recoger esta información y transformarla en
cultura y civilización.
El concepto de que la intuición es el único atributo femenil me aterroriza, sobre
todo cuando se la alude en política. Este gesto esencialista, como cualquier otro
concepto de esa índole, funcionaliza el pensamiento a una idea tan inamovible e
inmodificable, que deja de ser idea para transformarse en creencia .
Este mirar como extranjera la civilización y su cultura y compartirlo con otros
seres humanos y humanas, nos dan las señas para construir una civilización distinta,
que no contenga en su núcleo la dinámica y la lógica del dominio que es la misma que
provoca y mata nuestras ideas de libertad y que es producto de la pérdida de la
conexión con lo cíclico de la vida. Sin esta experiencia de extranjería cultural, nos
funcionalizamos siempre al sistema y esto ha pasado no con una, sino con todas las
grandes revoluciones que han intentado modificarlo con la misma lógica de dominio
y que nos han llevado a las deshumanizaciones ideológicas más extremas.
El fracaso de esta cultura es tan evidente que en sí misma nos está proponiendo un
cambio profundo, ya no es la imaginación utópica de libertades e igualdades
humanas la que nos empuja con urgencia a un cambio, sino la sobre vivencia de la
humanidad, del cuerpo civil ante el cuerpo ar mado devastador de las macroeconomías,
la globalización que no es sino la globalización del mercado, no de la
humanidad, ya que más de la mitad de la humanidad queda fuera de la manera más
brutal en toda la historia de la masculinidad, queda no sólo fuera de las
comunicaciones y del conocimiento, sino fuera del concepto de humanidad.
Estamos a las puertas de perder lo que nos constituye como humanos, la capacidad
de pensar, en este juego de creer que pensar es relacionar los conceptos ya instalados
y no conectarse con las energías no condicionadas por la cultura vigente. El
pensamiento está condicionado al círculo vicioso de pensarse y repensarse dentro de
la cultura masculinista, sin ninguna posibilidad de libertad, por ello la libertad es un
problema pendiente de la humanidad. El pensamiento está instalado en el
corte/conflicto del dominio: hombre/mujer, negro/blanco, pobre/rico, viejo/joven,
heterosexual/homosexual, derecha/izquierda, cuerpo estado/cuerpo civil, con sus
economías devastadoras, por ende, con sus guerras, hambres, explotaciones,
persecuciones y matanzas.
La cultura funciona en espacios marcados por ella misma. Si la cultura es cerrada,
marcada y definida tal como lo está la cultura de la masculinidad, es impensable una
modificación profunda , por lo tanto, cualquier proyecto de pensamiento que se
genere dentro de ella está condenado, igual que cualquier civil de última categoría,
a ser arrasado.
Instalarse fuera de la cultura no es posible si nos aferramos a las ideologías
producidas por el hombre, al orgullo de pertenecer a una cultura pervertida como
sinónimo de humanidad. No es la humanidad la pervertida, sino la cultura la que la
pervierte, desde que ella se simboliza en la palabra hombre, invisibilizando a más de
la mitad de la humanidad, que no está como la cultura masculinista apegada y
orgullo sa de sus productos, de sus ciencias y tecnologías, de sus ciudades, catedrales,
literaturas y pensadores, que, aunque contengan cuestio namientos, no producen
finalmente un pensamiento político y libertario que contribuya al desarme de esta
macrocultura.
* Por más de quince años he impartido este taller que contiene dos ámbitos de trabajo permanente: el
individual y el colectivo. Su propósito principal ha sido desconstruir el orden simbólico-valórico del
sistema cultural vigente.
1 Adrienne Rich (1929), poeta y ensayista estadounidense, es una de las voces más importantes de la
crítica feminista contemporánea.
2 Cristina de Pizán (1364-1430), La ciudad de las damas, Biblioteca Medieval, Siruela, Madrid, 2000.
Las obras de Cristina de Pizán dieron contenidos feministas a la larga polémica entre hombres y
mujeres que se suele llamar la Querella de las mujeres ; una polémica cuya misoginia, de Pizán criticó
inteligentemente.
3 El movimiento de la Querella, el movimiento de las preciosas, el movimiento sufragista, el
movimiento feminista.
4 Ver Celia Amorós, «Por un sujeto verosímil», en Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto
Ilustrado y posmodernidad. Madrid, Ediciones Cátedra, Colección Feminismos, 1997.
* Dedicado a Margarita García.
5 Historia de las mujeres , tomo IV, Taurus Ediciones, Madrid, España, 1993, p. 12.

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